PRENSA INTERNACIONAL
Junio 30, 2003

'¿Aló, comandante?'

Carlos Alberto Montaner. El Nuevo Herald, junio 29, 2003.

Madrid -- El que a Sony mata, a Sony muere. Hace algo más de un año Fidel Castro cometió la vileza (y el delito) de grabarle una conversación telefónica privada al presidente mexicano Vicente Fox y luego darla triunfalmente a la publicidad con el objeto de humillarlo ante la opinión pública.

Pero ahí comenzó su calvario. Ante ese acto reprobable, un par de talentosos periodistas radiales de Miami, Enrique Santos y Joe Ferrero, muy bien dotados para el humor, tomaron la cinta con la voz del comandante, la descompusieron en varias docenas de frases generales, y armados con ese Fidel Castro virtual llamaron al venezolano Hugo Chávez, le hicieron creer que su admirado dictador estaba al otro lado de la línea, y le tomaron el pelo durante unos minutos de broma y equívocos en los que el coronel intentaba mantener una conversación coherente con la voz entrecortada de su amiguete cubano. Finalmente, le comunicaron a Chávez que había sido objeto de una burla y lo instaron a que no siguiera martirizando a su pueblo. Chávez colgó enseguida, pero millones de oyentes en todo el mundo hispano, especialmente en Venezuela, se rieron por un buen rato.

Meses después vino este tercer episodio. En su ''diálogo'' con Castro, Chávez había pronunciado unas cuantas oraciones vagas --más vagas de lo habitual-- que también fueron convenientemente ''editadas''. Con esas frases archivadas en la grabadora, los dos bromistas volvieron al ataque y llamaron al máximo líder a La Habana. Ahora era ''Chávez'' quien quería hablar urgentemente con Castro. Un ''teniente'', supuestamente venezolano, quien hacía las veces de telefonista precavido, logró abrirse paso entre media docena de secretarias y ''compañeros'' que fueron eliminando controles y aportando números privados hasta que Fidel Castro se puso al aparato y comenzó un diálogo surrealista, digno de Ionesco, en el que se comprometió a rescatar una misteriosa y comprometedora maleta que Chávez aparentemente había perdido en Buenos Aires. Cuando la conversación se hacía insostenible, los periodistas radiales descubrieron su juego: ''Fidel Castro, asesino --le gritaron--, caíste como Chávez...'', añadiendo alguna que otra interjección jocosa.

A Fidel no le molestó lo de ''asesino'', sino lo de ''caíste como Chávez'', y ahí comenzó su desencajada respuesta: ''¿Caíste, de qué, comem...? ¿Caíste de qué, maric...? ¿Caíste de qué maric...zón?'' Andanada que culminó con una rotunda ofensa a la madre del locutor. ¿Por qué esa reacción brutal? Fundamentalmente, porque la manera que Fidel tiene de relacionarse con el resto de los seres humanos excluye la premisa de que él es una criatura falible, capaz de incurrir en el ridículo como cualquier hijo de vecino. Si un ciudadano le estampa un pastel de merengue en la cara al primer ministro belga, el político se limpia con una servilleta, sonríe, el bromista es detenido, multado, y aquí no ha pasado nada. Si un cubano hace lo mismo con Castro --comparación muy improbable en un país en el que si uno consigue un pastel de merengue es probable que muera de la emoción--, resulta ejecutado en el lugar de los hechos o lo condenan a cadena perpetua.

Castro carece de sentido del humor. Está convencido de que es una mezcla de Alejandro Magno con Napoleón, y así comparece ante el resto de los imperfectos mortales que lo rodean. Pero a esa altanera gravedad le agrega otro peligroso componente: desde su adolescencia Castro utiliza la bravuconería personal como una forma de manipulación. El comandante es de esos maridos que da gritos, patea los muebles y aterroriza a los miembros de la familia para obligarlos a hacer su voluntad. Y es de los jefes que insulta, atropella y hasta puede abofetear a un subordinado que ha cometido un error. Lo que provoca entre la clase dirigente una especie de pavor paralizante que hace que nadie se atreva a contradecir al jefe cuando plantea una de sus disparatadas ideas.

Jorge Mañach, uno de los más agudos ensayistas de la isla, hace varias décadas escribió que el rasgo más notable de los cubanos era el ''choteo'', una especie de incontrolable urgencia por diluir en el humor y la broma cualquier síntoma de solemnidad o cualquier momento tensado por la gravedad.

Eso tal vez explica la universal carcajada entre los cubanos ante un Castro ridiculizado por los dos hábiles periodistas. No es una casualidad que la única ''institución'' cubana que ha durado aún más tiempo que la revolución es La tremenda corte, un programa radial cómico en el que el irreverente Tres Patines se burla de todo el mundo, incluido el ''tremendo juez'' que lo castiga por las estafas que siempre comete. Día tras día, incesantemente, una docena de países transmiten esos episodios grabados en la radio habanera en la década de los cincuenta. A Juan Manuel Cao, uno de los grandes periodistas hispanos de Estados Unidos se debe la observación con que concluyo estos papeles: "Más que la broma radial, lo que destroza la moral del comandante es comprobar que cuando los cubanos lo hayan olvidado a él, aún seguirán recordando a Tres Patines.

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