El
destino de Prometeo
Ariel Hidalgo. El
Nuevo Herald, agosto 25, 2003.
La patria soy yo, y por tanto, quien discrepe
conmigo es un apátrida, un despreciable
lacayo de las voraces fuerzas imperiales. Este
es el mensaje que se desprende de los autores
y presentadores del reciente libro editado en
Cuba, Los disidentes.
Negar la existencia de una legítima oposición
interna y atribuir a ésta una invención
de enemigos imperiales que atentan contra la soberanía
nacional es un recurso muy recurrente de casi
todas las dictaduras. Lo hizo el propio Batista
cuando atribuía el origen del Movimiento
26 de Julio y de otras fuerzas opositoras al ''oro
de Moscú'', al ''comunismo internacional'',
o a la KGB. También para las dictaduras
militares de América Latina de las últimas
décadas los que se le oponían en
nombre de la democracia eran pagados por La Habana;
y mucho más atrás, las clásicas
dictaduras de fines del siglo XIX y principios
del XX calificaban a sus opositores, de ''agentes
del imperialismo inglés''. De ahí
el tan trillado argumento del canciller cubano
Felipe Pérez Roque de que los actuales
disidentes cubanos ``no nacen de un proceso autóctono,
sino son suscitados por Estados Unidos''.
Cuando en Cuba no había cientos de grupos
disidentes, sino uno solo; cuando los disidentes
no sumaban miles --como los más de diez
mil que firmaron la petición del Proyecto
Varela presentada en la Asamblea Nacional--, sino
sólo siete; cuando por primera vez se redactó
una denuncia sobre violaciones de derechos humanos
en nombre de esa primera agrupación, esos
siete no se encontraban en la SINA, ni en la residencia
del cónsul norteamericano, ni de ningún
otro, ni siquiera en ningún domicilio o
establecimiento público o privado, en ninguna
calle o ningún parque, y por supuesto,
en ningún lugar del extranjero, sino en
el interior de una cárcel cubana. Lo dice
alguien que estuvo allí, que fue uno de
esos siete y cumplía prisión, como
los otros seis, por motivos de conciencia, por
la libre expresión de nuestras ideas, aunque
cada uno había ido a parar a aquellas celdas
en causas separadas. ¿Se puede concebir
un nacimiento más autóctono?
Por entonces nadie podía decir que recibíamos
siquiera un centavo de funcionario extranjero
alguno, ni tampoco nuestras familias, que atravesaban
por grandes tribulaciones para conseguirnos el
poco de gofio o de leche en polvo que suplía
nuestro reducido rancho carcelario. ¿Quién
nos instigaba a esas actividades de derechos humanos?
¿Funcionarios extranjeros o los propios
carceleros y oficiales de la Seguridad del Estado
con sus abusos e injusticias?
La disidencia nacía así de las
más profundas entrañas de la sociedad
cubana, de sus mayores dolores, de conflictos
intrínsecos que aún no han sido
superados y que, por tanto, siguen generando los
mismos efectos. No es ''el imperio del norte''
ni la ''mafia de Miami'' quienes fabrican a los
opositores, sino que la propia sociedad cubana
es una inmensa fábrica de disidentes.
De ahí que si el llamado imperialismo
yanqui no existiera, el liderato cubano sería
el primero en tratar de inventarlo, por lo útil
que ha sido para justificar todos los males y
disensiones internas.
¡Qué pobre argumento afirmar que
Cuba, ''sin asesinatos ni desapariciones'', aplicó
la severidad de sus medidas ''dentro de un marco
legal'', lo cual sólo indicaría
la institucionalización de las violaciones
de los más elementales derechos civiles
de los ciudadanos! Y efectivamente, Cuba es el
único país del continente donde
derechos fundamentales como la libre expresión
y la libre asociación se encuentran proscritos
en una increíble legislación. Nada
de eso, dice el poder, en Cuba esas libertades
se entienden de otra manera. ¿De cuál
otra? ¿La alabanza, el aplauso, la ovación
unánime a la política oficial? O
sea, eres libre para decir que soy estupendo,
que todo lo que hago es genial y correcto, pero
no para insinuar siquiera que yo pudiera estar
equivocado. Si lo haces, entonces eres una ''marioneta
del imperio'', un apátrida.
Es decir, tu derecho al libre pensamiento se
limita únicamente a pensar como yo, o mejor,
a renunciar a pensar. ¿Para qué
sirve en una sociedad tan organizada que ya hasta
hay un comité encargado de hacerlo, de
modo que los ciudadanos no tengan que caer en
ese despreciable vicio burgués? Es más,
rechazar ese servicio comunitario y pensar por
cuenta propia implicaría necesariamente
la existencia oculta de fajos de billetes verdes
entregados por la SINA, lo cual significa traición
a la patria.
Prometeo robó el fuego a los dioses y
lo entregó a los hombres, por lo cual fue
encadenado a una roca y destinado a ser devorado
perpetuamente por aves de rapiña. Hoy la
chispa divina se reserva exclusivamente a los
elegidos de un nuevo Olimpo. El uso de la divina
llama por el resto de las criaturas es un pecado
capital que se paga muy caro: con el triste destino
de Prometeo.
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