Entre
comevacas anda el bistec
José Antonio Zarraluqui.
El
Nuevo Herald, agosto 25, 2003.
El comevacas de Eloy Gutiérrez Menoyo
se ha ido a Cuba a plantarle cara al comevacas
de Fidel Castro. ¡A estas alturas de la
historia, Jesús del Gran Poder!
Lo de comevacas fue un sambenito que el compañero
Fidel le encasquetó al compañero
Eloy hace decenios y que a este le hace maldita
la gracia, sobre todo porque la historiografía
isleña y los pocos papeles periódicos
que allí se siguen imprimiendo se lo adjudican
sin retaceos.
--¡Yo no soy ningún comevacas! --protestaba
Menoyo el otro día.
A lo mejor no, pero la acusación es seria
y válida, porque todos esos que bajo diferentes
banderas concluyeron que Fulgencio Batista y Zaldívar
era lo peor de lo peor y los cubanos tenían
que quitárselo de encima a como diera lugar
demostraron en la práctica, cuando se echaron
al monte, saber comer vacas que no eran suyas.
Fidel se había ido a la Sierra Maestra,
en el extremo oriental de la isla, y cuando otros
grupos cubanos idealistas --dejando a un lado
a los capitostes-- se organizaron en el Escambray,
hacia el centro isleño, vio una competencia
que en modo alguno le convenía y, al tiempo
que despachó hacia allí una ''invasión''
capitaneada por Camilo Cienfuegos y el Che Guevara,
organizó una campaña publicitaria
descomunal para hacer ver que Faure Chomón,
al frente de la guerrilla del Directorio Revolucionario,
y Eloy Gutiérrez Menoyo, al frente de la
guerrilla del Segundo Frente Nacional del Escambray,
eran un par de vulgares oportunistas. ¡Y
comevacas!
En absoluto le faltaba razón, pero era
una perversidad el decirlo él. ¿Pues
qué derecho podía tener Castro para
tildar de comevacas a Chomón o a Menoyo
cuando él, Fidel, provenía de una
familia de muevecercas con nocturnidad y alevosía
que prosperó en la mayor de las Antillas
gracias a la práctica del abigeato? Todavía
hoy día el hermano mayor, Ramón
Castro, que tiene a su cargo unos cuantos ''planes''
vacunos estatales, a cada rato a un vecino que
regenta otro ''plan'' estatal le quita unos metros
de terreno, moviendo las cercas de noche, o le
quita unas cuantas cabezas de ganado. Lo de cuatreros
lo llevan en la sangre.
Pero hay más, bastante más. Y no
voy a referirme a Ubre Blanca ni al científico
André Voisin, a quien Fidel se trajo de
la dulce Francia para que le demostrara al mundo
cómo era que debía criarse el ganado
vacuno, el de leche y el de carne, con la programación
de pastos por cuartones, para que resultaran superabundantes
la leche y la carne. A lo que me voy a referir
es al Fidel guerrillero, ese visionario que se
tiró a las lomas para poner las cosas en
su lugar.
A Fidel le complacía matar vacas, creo
que quien lo contó fue Georgie Anne Geyer
en El príncipe de las guerrillas --y si
no fue ella me van a perdonar, pero es que después
de leer tantas historietas hagiográficas
del compañero en jefe a uno se le empiezan
a mezclar y ya no sabe a cuál atenerse.
¿Recuerdan ustedes aquel rifle con mirilla
telescópica y de lo más justiciero
que The New York Times hizo famoso? Déjenme
decirles que el rifle justiciero y la mirilla
telescópica le servían mayormente
al compañero Fidel para cazar a distancia
a soldaditos desprevenidos --casquitos los bautizó
él-- y practicar el tiro al blanco con
las vacas.
Hombre, Cuba nunca fue la India, donde las vacas
son sagradas. En la isla las criábamos
con mucho amor para merendárnoslas después.
Y hasta comentábamos que el mejor amigo
del hombre no era el perro, sino el buey. Pero
tampoco era para ir por ahí matando vacas
a mansalva. A Fidel le gustaba probar puntería
--su rifle justiciero, su mirilla telescópica--
en las vacas. No contra un ave, porque hay que
afinar bien, sino contra las vacas. Y le valían
tanto las que ramoneaban mientras espantaban las
moscas con el rabo, tolón tolón,
como si estaban en reposo, rumiando.
Ese amor de Fidel por las vacas ha llevado a
casi el exterminio de la especie vacuna. Cuba,
antes de la revolución, era el país
de los seis millones. Seis millones de habitantes,
que producían seis millones de toneladas
de azúcar --¡una tonelada por ciudadano!--
y criaban seis millones de cabezas de ganado --¡una
para cada cubaniche! Hasta que llegó el
comandante (Fidel) y mandó parar. Y ahora
se va para allá el otro comandante (Eloy)
a decirle que esta revolución de 44 años
no ha servido para nada y lo que hay es que iniciar
otra revolución.
La verdad, resulta bastante perturbador. Porque
uno no sabe cuántas terneras serán
capaces de zamparse este par de comevacas si se
sientan juntos a una mesa y ordenan un almuercito.
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