Pies mojados
Daniel Morcate. El
Nuevo Herald, agosto 7, 2003.
El torpe hundimiento del camión balsa
en que 12 cubanos trataron de llegar a la Florida
el mes pasado podría servir de metáfora
a la política migratoria del gobierno de
Estados Unidos hacia Cuba. En ese gesto prepotente,
resentido y ciego de los guardacostas de la Florida
se resume buena parte de lo que Washington ha
hecho a los cubanos en fuga desde que el presidente
Clinton, con el aplauso casi unánime de
la prensa y la opinión pública norteamericanas,
decidió que esos infelices no son víctimas
de una espantosa dictadura, sino meros buscavidas
que en nada se diferencian de quienes aspiran
a emigrar de otros países. ¡Qué
alivio de conciencia deben de sentir los poderosos
cuando pueden condenar al matadero a los inocentes
con el beneplácito de las mayorías!
¡Qué suerte la de poder disponer
de graves razones de estado --la inmigración
ordenada, la seguridad de nuestras fronteras,
la igualdad de condiciones, la protección
de "los nuestros''-- para justificar tanta
crueldad!
A los efectos de los grandes poderes de este
país, y no sólo del poder político,
poco importa si los cubanos deportados acaban
pudriéndose en la isla cárcel, convirtiéndose
gradualmente en no personas marcadas por el estigma
de haber intentado poner en práctica el
sueño de la libertad. Lo que importa es
mantener una apariencia de inmigración
ordenada; el frágil equilibrio entre los
reclamos migratorios de un pueblo y de otro, independientemente
de cuáles sean las condiciones de vida
en su tierra de origen; el simulacro de un plan
razonable que trata por igual al canadiense que
procura abrir un negocio en West Palm Beach y
al cubano que lo expone todo, incluso la vida,
con la mera intención de marcharse de su
país.
Para guardar las apariencias están dados
todos los elementos necesarios. El Departamento
de Justicia suministra los razonamientos que sirven
de excusa a la Casa Blanca para justificar las
tropelías contra los refugiados cubanos.
El más reciente es la figura delictiva
del ''secuestrador'' de barcos y aviones. ¿Por
qué no dar ya el salto lógico completo
y proclamar de una vez ''secuestradores'' a todos
los balseros? Después de todo, las llantas,
los maderos, los refrigeradores, las bañeras
y todos los objetos flotantes en que huyen despavoridos
los cubanos pertenecen al estado castrista y para
usarlos no queda otro remedio que robárselos.
Bien pensado, los cubanos mismos le pertenecen
y si se escabullen hurtan también propiedad
estatal.
Apuesto a que entre los compatriotas que simpatizan
con el gobierno del presidente Bush, entre los
diligentes recaudadores de fondos y publicistas
cubanoamericanos, entre los muchos cuya lealtad
ha recompensado con algún cargo público
o una invitación a desayunar en la Casa
Blanca, más de uno encajaría en
la nueva figura delictiva. ¿Reconoce Bush
a los antiguos balseros que hoy le hacen guiños
afectuosos? Por fortuna para ellos, las leyes
de la tierra no son retroactivas.
El Departamento de Estado negocia con diligencia
la devolución de cubanos. Y en la sección
de intereses en La Habana siempre sobran burócratas
dispuestos a proclamar el regreso a la normalidad
de aquéllos a los que deportan. Aparte
de vivir bajo un régimen que los hambrea,
vigila y reprime, los deportados hacen la misma
vida de esclavos que llevan haciendo los cubanos
en los últimos 43 años. ¿Por
qué amargarse el dulce por eso? ¿Valdría
la pena acaso poner en peligro una ascendente
carrera diplomática cuestionando una política
federal que en definitiva lleva el nombre respetable
de ''repatriación''? Y en caso de que surjan
cargos de conciencia, siempre queda el recurso
de invitar a un puñado de opositores a
conmemorar el Cuatro de Julio o de colgar en el
vestíbulo de la sede diplomática
el último cuadro de algún pintor
disidente.
Cualquier inmoralidad cesa de provocar náuseas
si llegan a aplaudirla suficientes personas. Y
a las deportaciones sumarias de cubanos les sobran
admiradores. Las aplauden por igual políticos
de la Florida, Nueva York y California, editorialistas
del New York Times y comentaristas de radioemisoras
angloparlantes en el Gran Miami, blancos y negros,
enemigos jurados de los inmigrantes y defensores
de otros inmigrantes. Hay incluso exiliados que
las elogian en silencio mientras defienden con
elocuencia el deber que tienen los de allá
de quedarse a aguantar palos y salivazos.
No es de extrañar que este ''conflicto
de baja intensidad'' para Washington, pero de
vida o muerte para los cubanos, haya acabado provocando
amargas discrepancias entre dirigentes del exilio.
Por lo menos todos convienen en que la política
de deportaciones es deplorable. Los que están
cerca del presidente Bush han tenido el pudor
de criticarlo, lo cual los diferencia de aquellos
cubanos demócratas que, por oportunismo
o por miopía, idearon un bochornoso discurso
de apoyo a las deportaciones en los tiempos de
Clinton.
Ningún cubano habría logrado asilo
en Estados Unidos, ni en ningún otro país,
si otros antes que él no hubieran sabido
defender su derecho a recibirlo. Esta verdad elemental
debería ser la guía principal de
nuestros líderes exiliados mientras existan
políticas insensibles como la norteamericana
del wet foot, dry foot. Al fin y al cabo, un cubano
de pies secos no es otra cosa que un cubano de
pies mojados que ha navegado con mejor suerte
y recibido en el momento oportuno la solidaridad
humanitaria que se merece toda víctima
del despotismo.
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