SOCIEDAD
El
cubano entre rejas
LA HABANA, agosto (www.cubanet.org) - Parece
como si los dioses perversos que favorecen el
cautiverio hubieran condenado al cubano a vivir
entre rejas.
Muchas y diversas son las rejas que encierran
al ciudadano en esta gigantesca cárcel
de más de cien mil kilómetros cuadrados.
Como Cuba no tiene fronteras terrestres, el mar
constituye su principal enrejado. Inmensos barrotes
de agua salada a donde siempre se va y de donde
siempre se viene, pues en nuestro suelo patrio
todos los caminos conducen al mar. Un mar inmenso
que acaricia las playas, golpea contra el arrecife
y abraza los manglares donde anida la garza, se
zambulle el alcatraz y chillan los caracateyes.
Hacia el norte de esa inmensidad azul miran muchos
de nuestros jóvenes. Con sueños
irresistibles que los empujan a desafiar el Estrecho
de la Florida en una balsa, un frágil bote
o un neumático. ¿Cuántos
han muerto en ese intento? Nadie lo sabe. Sólo
cuando el cielo de la patria se despeje podrá
saberse. Porque muchos dolientes de acá
prefieren callarlo para no tener dificultades
con la policía política, y no pocos
allá adoptan igual actitud para no perjudicar
al familiar que tienen aquí. Sólo
el cielo cuajado de nubes blancas conoce la verdad.
Pero no sólo miran al norte sino a todos
los puntos cardinales. Porque toda prisión
incuba un único deseo: la libertad. Y cubanos
hay en todas partes del mundo, desde la fría
Alaska hasta la lejana Australia. Y hasta allí
han llegado por todos los medios, ya sea acurrucados
en el tren de aterrizaje de un avión o
en el vientre de un contenedor metálico.
Luego están las rejas que esconden a la
palabra y al pensamiento. La palabra, esa maravillosa
facultad que entre otras facultades distingue
al hombre del resto de la creación. Que
cuando es verdadera expresa anhelos de justicia,
a la vez que condena y fustiga con látigo
de fuego al oprobio y la mentira. Que congrega
y une voluntades, ilumina y orienta. Que al quedarse
ahogada y no poder brotar parece romper el pecho
con la fuerza incontenible de la razón.
Después están las rejas más
visibles. Esas que privan al preso político
de la ternura del hijo, la caricia de la esposa
y el beso de la madre. Esos presidios cercanos
en el dolor, pero a veces muy distantes del familiar,
muestran la sangre que brota de la herida abierta.
Esas llagas siempre presentes a lo largo y ancho
de nuestro país a través de sus
calabozos insalubres, donde el hombre parece despojado
de su dignidad y convertido en algo ajeno a la
condición humana.
Por toda Cuba están diseminadas las manchas
de sus cárceles. Como recurso obligado
de toda tiranía que pretende matar los
sueños y ahogar los esfuerzos. Como arma
que esgrimen todos los que pretenden doblegar
a los pueblos y eternizar el yugo. Inútil
estrategia de todo despotismo, pues a la vez que
multiplica el sufrimiento sirve de fermento para
acrecentar decisiones y anhelos libertarios.
Finalmente están las rejas que con obligada
voluntariedad ha puesto el cubano en su propio
hogar. Amasijos metálicos que delimitan
todo el espacio hogareño, expresado en
cercas, rejas y muros que cubren jardines, patios,
puertas, ventanas y azoteas. Todo cuanto signifique
la más mínima posibilidad de acceso
a la vivienda ha de quedar protegido por las rejas.
Todas las familias sin excepción anhelan
y tienen como prioridad vivir entre barrotes metálicos.
Sólo así se sienten seguras del
astuto delincuente que acecha en la complicidad
de la noche, en la quietud de la madrugada y aún
a plena luz del mediodía. Pero no todos
pueden tener un enrejado. Aún así,
todos se esfuerzan o sueñan con los 300
ó 500 dólares que se necesitan para
construirlo.
Triste realidad la de un país donde nadie
quiso nunca irse de su suelo; donde los pocos
presos políticos eran favorecidos por frecuentes
amnistías; donde se vivía con la
puerta de la sala perennemente abierta al visitante,
sin que nada perturbara el libre movimiento de
la brisa marina por el interior de los hogares.
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