Castro:
política y psiquiatría
Agustín Tamargo. El
Nuevo Herald, agosto 3, 2003.
La vida contemporánea cubana ha estado
dominada en este último medio siglo por
una sola figura. ¡Y qué figura! Compararla
con otras, de su época o de épocas
anteriores, es perder el tiempo, porque las sobrepasa
a todas, según dicen sus panegiristas.
Es un estratega más grande que Napoleón,
un internacionalista más brillante que
Churchill, un revolucionario más radical
que Robespierre, un líder de las masas
desposeídas más gallardo que Pancho
Villa o que Zapata. La isla donde nació
le queda chiquita, él vuela alto y necesita
escenarios mayores. Por eso se le vio mandar tropas
a Angola y Etiopía, buscar camorra en la
Argentina y Chile, penetrar con sus agentes hasta
en los mismos oscuros salones del Pentágono.
Nada es suficiente para su ambición, todo
le parece menguado a sus febriles designios. Amante
de las conflagraciones en grande, por poco enciende
la candela atómica entre Washington y Moscú.
Su misión es una sola: deslumbrar, asombrar,
ganarse la primera plana de los periódicos.
El día más triste de su vida será
el día en que no se hable de él.
¿Ha entendido el mundo, realmente, a este
personaje que saltó de una universidad
a un cuartel, de un cuartel a una cárcel,
de una cárcel a un destierro y de un destierro
a la cúspide de una nación entera,
sobre la que reina como un monarca de la Edad
Media? Yo creo realmente que no. ¿Se ha
medido bien el daño que su acción
ha causado no sólo en su país, sino
en una docena de países más? Yo
también creo que no. La suya ha sido una
personalidad fascinante, pero desconocida. Su
personalidad real, el ente oscuro que habita debajo
de sus larguísimos discursos, sigue siendo
un misterio para los que han tenido que lidiar
con él, dentro o fuera de su isla.
¿Por qué, por ejemplo, le declaró
la guerra a los Estados Unidos, que estaban dispuestos
a acomodarse a su revolución, que era en
el fondo una simple democracia social? ¿Por
qué metió a Cuba en la guerra fría,
instalando en ella cohetes atómicos que,
de haber estallado un día, habrían
provocado una acción pavorosa que convertiría
su isla en cenizas? ¿Por qué abandonó
la vieja tradición democrática latinoamericana
y se afilió a la conspiración totalitaria
comunista mundial, repudiada por los verdaderos
revolucionarios del mundo entero? ¿Por
qué purgó su primer gobierno de
reconocidas eminencias y las sustituyó
de inmediato por amanuenses mediocres que parecían
(y parecen) conserjes de escuela? ¿Por
qué, en fin, en vez de regir a la talentosa
masa popular y a las cultivadas élites
de su país, dejándolas que elevaran
a Cuba hacia el alto sitial a que Cuba estaba
llamada, la convirtió en lo que es hoy:
la tierra de la cárcel, del hambre, de
la sumisión civil, del abuso policial,
del partido con carnet pero sin programa, del
paredón y del destierro? ¿Por qué
ha hecho de Cuba tal cúmulo de horrores
que el ciudadano, cuando le preguntan qué
quiere hacer, responde de inmediato: ¡irme
de aquí! ¡Y cuanto más rápido,
mejor!
Todo esto lo hizo, como saben los siquiatras
mejor que yo, por una sola razón: porque
este hombre es un alienado. El está en
Cuba, pero no vive en Cuba. El padece de una dicotomía
torturante entre lo que quiere y lo que puede.
El vive en un siglo, pero su cabeza habita en
otro. El se ha movido en un ámbito histórico
grande, pero a él le parece pequeño.
En suma: él es un forastero. Cuba no es
su patria, ni es su nación, ni es su país.
Cuba, para él, es un simple experimento.
Lo que quería hacer con ella en realidad
no lo sabemos bien. Lo que ha hecho sí
lo sabemos todos, lo vemos todos los días.
Un territorio de muda desolación donde
abrir la boca te puede costar 20 años de
cárcel.
Por fortuna, la licencia cronológica que
Dios o el diablo le otorgó se le ha agotado,
y esta sombra maléfica está al entrar
para siempre en el reino de las sombras. Pero
yo lo repito: sus contemporáneos, cubanos
o extranjeros, no lo han entendido nunca bien,
como no entendieron los suyos ni a Calígula
ni a Nerón. Este personaje que nos deja
a Cuba en el vertedero de los detritos humanos
será examinado por la posteridad un día,
y de sus paredones, de sus discursos, de sus crímenes
y de sus locuras se extraerá un perfil
final que hoy todavía no alcanzamos a ver
en toda su trágica significación.
Perfil siniestro, artefacto perverso con traje
de hombre, que se tragó mil vidas y convirtió
en cenizas a una isla sólo por satisfacer
una secreta enfermedad de grandeza que estaba
más allá de sus posibilidades.
Yo creo en Dios y hablo todos los días
con El, aunque El nunca me contesta. Y cuando
le hablo le hago siempre una pregunta, que es
ésta: Señor: ¿qué
te hicimos los cubanos, qué cuenta te debíamos
los cubanos, para que nos mandaras como castigo
a este peludo jabalí de los infiernos?
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