Ramón Ferreira.
El Nuevo Herald,
marzo 19, 2002.
En tiempos cuando el desamparo de los pueblos ante los abusos de las dinastías
solamente podía eliminarse mediante una revolución, el pueblo
francés asaltó palacio, montó a los reyes tiranos en una
carreta y los guillotinó en la plaza pública. A cambio de acto tan
radical, quedó el legado de los derechos humanos de libertad, igualdad y
fraternidad.
Tan pronto como la codicia del poder revivió las pretensiones de
quienes consideran la libertad un mito, la igualdad una exclusividad y la
fraternidad una obligación de sometimiento a la autoridad absoluta, la
tiranía se vistió de civil, asaltó el palacio, montó
a los zares en un automóvil y los fusiló a escondidas. Este nuevo
acto de rebeldía, dejó un legado particular llamado comunismo,
supuestamente abarcador de todos los derechos violados por las deficiencias de
la democracia, el desafuero por la riqueza personal y los rencores que impedían
culminar esa elusiva meta de la fraternidad. En nuestro mundo más
experimentado, la guillotina, el fusilamiento y la revolución están
desacreditados como soluciones por entidades con credenciales universales como
la ONU, la OTAN, la OEA y otras igualmente altisonantes, pero con menor poder de
disuasión y burocracias suficientes para escudriñar el mundo
entero y reportar lo que afecta a los derechos humanos, quejándose entre
discursos y banquetes.
Cuba lleva casi medio siglo reportada como antro sin derechos humanos, Fidel
y Raúl como traficantes de armas, drogas y terrorismo, y los actos de
rebeldía del pueblo ignorados o justificados, mientras que en países
tan remotos corno Africa, Bosnia y ahora Afganistán se los han devuelto
con intervenciones armadas.
Latinoamérica y el Caribe parecen ser zonas de mayor tolerancia
premeditada, como si realmente fueran los focos donde se puede estudiar la
dimensión de estos crímenes y los remedios aplicables. En Cuba,
las protestas verbales, reuniones de inconformes, intentos de escape clandestino
han sido catalogados como irritantes, pero no merecedores de una condena sin
reservas y mucho menos de un apoyo armado, tácito o moral.
Mientras las presos terroristas en Guantánamo merecen el escrutinio
de quienes se consideran defensores de los derechos humanos, los que encierra y
esconde Fidel son abandonados a su suerte y hasta clasificados como entes de un
sistema político no asimilado.
Más grave es lo que anticipa el caso de Venezuela. Ahora, cuando los
militares venezolanos se resisten a respaldar a un régimen heredado de
Fidel, han sido criticados y rechazados por ofrecerse a resolver en casa lo que
Washington solamente resuelve en el fin del mundo. Esta vez, el golpe militar
propuesto le permitiría al presidente Chávez descartar la boina
roja por un buen peinado, obedecer las leyes en vez de acomodarlas a su
conveniencia o, de lo contrario, acompañarlos al aeropuerto con un pasaje
de ida para Cuba o cualquier país que esté dispuesto a ser ojos y
oídos de un discurso sin fin.
Ya que Washington se ha hecho responsable de la defensa y conservación
de los derechos humanos en el mundo entero, es hora de que empiece a rescatarlos
en su patio. Si pudo lograrlo luchando en los Balcanes y a los afganos se los ha
devuelto a la mesa a tiro limpio, bien puede diseñar el arma que le sirva
de camisa de fuerza a Fidel camino del manicomio, antes de que la furia del
pueblo cubano repita el tratamiento revolucionario que no ha servido para otro
fin que cambiar de ocupante la silla giratoria del poder absoluto.
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