A paso de
bastón: espléndidos caribeños
Manuel David Orrio, CPI
LA HABANA, marzo (www.cubanet.org) - A juzgar por las cifras oficiales
disponibles, son tan pocos como para que ni siquiera se les mencione en las
estadísticas de visitantes por países, las cuales recogen números
exactos para las 25 principales naciones emisoras de turismo hacia Cuba. Pero,
dice el vulgo, se les distingue por ser los más espléndidos señores
de paseo por la Isla. Nada de Europa ni Estados Unidos; caribeños
y
negros.
Bien poco se sabe sobre ellos, pues a fuer de discretos nadie les gana.
Negros de buena planta, elegantemente vestidos y de muy buenas maneras, desatan
un terremoto cuando caen en esta Isla para gastar su dinero como turistas.
Vienen de Bahamas y de Jamaica, principalmente, y entre algunos nacionales se
especula que la plata proviene de la droga. Pero son espléndidos a
matarse. En cierta manera, han comenzado a formar una curiosa imagen pública,
que va naciendo de su presencia en barrios ocupados en alquilar habitaciones y
viviendas a extranjeros, o de su estar como clientes de restaurantes privados
(paladares) de toda laya.
Mi amigo Samuel, eminencia gris de los paladares del Barrio Chino, se acercó
una noche a mi mesa de escribidor acompañado de una cerveza, y me invitó
a seguirle.
- Periodista, no te los pierdas -me dijo.
Como acostumbra, me tomó del brazo y me condujo hasta una paladar
cercana, donde unos negros enormes y elegantísimos se habían adueñado
del lugar. Alrededor de diez, más una veintena de invitados de a porque sí.
Todo el sindicato de jineteras del Barrio Chino hacía acto de presencia,
mientras un conjunto de músicos propios de la zona vivía en el
paraíso de ver pagadas cada una de sus interpretaciones a diez dólares,
donde el precio normal es de uno. La paladar, estremecida y gozosa,
escandalizaba de lo lindo.
- Son de Bahamas -informó Samuel. Cada vez que vienen es la misma
historia.
Poco a poco, las noticias de esos espléndidos caribeños me han
ido llegando. Cuando me casé, y tuve mi derecho a lo Fidel Castro a tres
días de luna de miel en un lujoso hotel del este de La Habana, otra vez
me salió al paso la presencia de los misteriosos individuos. Mi esposa y
yo, en una discoteca, nos percatamos de dos adustos y atléticos negros,
dedicados a cualquier cosa menos a divertirse. Rápidamente comprendimos:
eran escoltas de un tercero, incansable bailador en compañía de
tres blondas ninfas.
Mi cuñado, hábil empresario en el mundo de los arrendadores de
viviendas a extranjeros, ya conoce de esos espléndidos caribeños.
De a porque sí, abonan tarifa y media por el precio de lo que arriendan.
Mi cuñado cobra caro, conste. Exigen servicios de primera, pero los pagan
muy bien, y no sólo el hermano de mi esposa reporta sobre ellos. En el
Ensanche de La Habana, barrio capitalino ya dedicado casi en pleno a ese
negocio, se han hecho clientes habituales en el mundillo y fauna de los
arrendadores de viviendas.
Lo curioso de los espléndidos caribeños es su manía de
repartir dólares, sobro todo a niños. Con la mayor tranquilidad
del mundo regalan a cualquier vecinito una bicicleta todo terreno de cien dólares.
¿Propinas? Nunca menos de veinte, cuentan varios.
Como aparecen, se van. Un día recogen y se largan, y es difícil
que se les vuelva a ver. Vienen otros, como si fueran ya conocedores de adonde
ir a gastar. Su misterio se torna leyenda. Por cierto, para la gente común,
bienvenida. A fin de cuentas, pagan pero que requetebién.
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