A paso de
bastón: ¿oficio que se extingue?
Manuel David Orrio, CPI
LA HABANA, marzo (www.cubanet.org) - Existieron desde antes del advenimiento
de la era del picadillo de soya, y florecieron como la verdolaga durante los
primeros años del llamado periodo especial, al punto de que Raúl
Rivero les dedicó un par de versos en su poemario Firmado en La Habana.
Pero hoy parecen estar en extinción estos raros practicantes de un oficio
que en otros lugares del mundo parecería cosa de locos.
Sólo en Cuba, sólo en Cuba nació el extraño
oficio de reparador de mecheros de gas, popularmente llamados fosforeras. Sí,
de esos mismos que se llevan en el bolsillo para encender desde un Malboro hasta
un Populares. Algunos de estos practicantes llegaron a ser verdaderos artesanos,
pletóricos de inventiva, en tanto otros se limitaban a reponer el gas con
el clásico baloncillo. Siempre sentados, y en la primera esquina a la
mano.
Hubo un tiempo en que no hubo barrio sin reparador de fosforeras. Por
supuesto, licencia del gobierno y pago de impuestos incluidos. Su tono
surrealista vino dado quizás por esos datos del absurdo, en virtud de los
cuales un ciudadano debe pagar impuestos por prestar un servicio tan elemental
como el de sustituir al gobierno en el simplísimo oficio de brindar a los
contribuyentes la posibilidad de hacer fuego. Hacer fuego, exactamente hacer
fuego, lo que suena como aquello de la yesca y el pedernal o los dos palitos
frotados con la magia de los aborígenes australianos.
Media Cuba les agradeció y les pagó. Sin embargo, de un tiempo
a esta parte los reparadores de fosforeras están como desapareciendo del
paisaje. Por lugares tan populosos como los municipios capitalinos Centro
Habana, Plaza de la Revolución o Playa ya casi ni se les ve, aunque
fuentes diversas confirman que aún fundan ventorrillos en localidades
periféricas como Arroyo Naranjo, donde la pobreza capitalina es más
visible. Sí, porque la pobreza en La Habana tiene sus visibilidades: no
es lo mismo transportarse en uno de esos llamados camellos con destino a la
exclusiva barriada de Miramar, que abordar otro de esos camiones de carga
adaptados para trasladar pasajeros hacia los paisajes polvorientos de Diez de
Octubre. Basta mirar a las dentaduras de los pasajeros y se percibe la
diferencia.
Alexei, mulato de nombre ruso y apellido gallego, ejerció como
reparador de fosforeras en Centro Habana durante años. Le veía
todas las mañanas desde mi balcón, cuando mi apartamento rentado
colindaba con el entonces "cuartel general", léase Barrio
Chino. Un buen día desapareció, para mi incomodidad. Le encontré
una tarde mientras caminaba por el celebérrimo Cuchillo de Zanja. Por
supuesto, mi pregunta casi llegó antes que el saludo.
"Ya no da. La gente compra fosforeras, pero parece que tienen dinero
para reponerlas. No se molestan en repararlas. Yo levanté mi capitalito
con el oficio, arreglé mi apartamento y ahora alquilo a extranjeros. Me
va mucho mejor" -me contestó Alexei.
"¿Y no piensas trabajar para el Estado?" -interrogué.
"¡No, hombre!, si con dos días de alquiler hago un salario
mensual".
Alexei es un hombre de la supervivencia. Sus palabras no me asombraron y
hasta en cierto sentido me aportaron un grano de alegría. Sin embargo, vi
en ellas toda una declaración de principios, toda una forma de ser de
hombres jóvenes en esta Cuba cambiante y tan contradictoria. De paso, me
hizo observar. Fue así como descubrí que en las zonas habaneras más
cercanas al dólar este oficio de la miseria está en extinción.
¿Enhorabuena? No lo sé. Porque mire que me revienta comprar una
fosforera. ¡Y nada menos que en dólares!
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