Memorias de
la Plaza (XXV)
Manuel Vázquez Portal, Grupo Decoro
LA HABANA, marzo (www.cubanet.org) - La lluvia era un momento glorioso en la
Plaza. Podía significar la ruina de los lentos, de los desprevenidos, de
los empecinados. Quien tardaba en recoger su tinglado se veía, luego,
obligado a dar baja a muchos títulos -aunque los libros eran de uso, si
se deterioraban se tornaban invendibles-, los que demoraban en darse cuenta de
la inminencia del chaparrón debían ser muy rápidos o el
descuento de libros se hacía sentir en sus bolsillos; los que se
encaprichaban en que no llovería, a última hora tenían que
ser más rápidos que Superman.
Era un espectáculo digno de verse. Parecíamos una colonia de
hormigas en su hora más laboriosa. Cargábamos bultos, cajas,
parabanes en viajes urgentísimos de ida y vuelta hasta los portales más
cercanos. En esos instantes nos importaban más los libros que nuestras
propias vidas, nuestros propios cuerpos. Los que tenían sus puestos por
la calle Tacón -única sección de calle fabricada con
adoquines de madera, se cuenta que uno de los gobernadores generales de la isla
la mandó a construir así para que el paso de los quitrines,
calesas y volantas que rodaban ruidosamente por el lugar no molestara su siesta-
armaban nuevamente su tinglado en los soportales del Palacio de los Capitanes
Generales. Los que tenían su ventorrillo por la calle O'Reilly se veían
impedidos de continuar las ventas porque les tocaba salvaguardar sus libros en
los portales del Palacio del Segundo Cabo, y allí Omar González,
quien a la sazón era el director del Instituto del Libro, no permitía
la venta; los que tenían su cuchitril por la calle Obispo se resguardaban
del aguacero en los portales de la antigua embajada norteamericana en Cuba, y a
hurtadillas vendían sus libritos bobos.
Sólo al ingeniero Rolando le daba lo mismo que lloviera o tronara. El
había creado un sistema de ventas muy diferente al de todos. Ni ordenaba,
ni catalogaba, ni embellecía; partía del criterio del "pulguero":
que cada cliente llegara, revolcara, seleccionara, y él ponía el
primer precio que le venía a la mente, siempre precios muy bajos, acordes
con el aspecto de su ventorrillo, y entonces lo mismo vendía una Ilíada
retorcida por el agua que un catálogo de pintores de la escuela
florentina decolorado por el sol; ése era su método y su encanto.
Los demás apenas barruntábamos el aguacero nos movilizábamos
con la mayor celeridad. El pronóstico más certero lo brindaba
siempre un "palestino" de Songo-La Maya que servía de
carretillero a cuatro o seis libreros y que tenía más mañas
que el doctor José Rubiera para anticiparse a los desastres meteorológicos.
Cuando el encapotamiento denso y negruzco avanzaba por la Calle de los Oficios
hacia el Castillo de la Fuerza y el aire se detenía y las tiñosas
sobrevolaban hacia el norte, él mandaba apresurarse. Los que no le hacían
caso padecían indefectiblemente las consecuencias de su imprudencia. El
guajiro era bueno para eso de oler la lluvia.
Una de esas nubes del plúmbeo octubre que nos toca en esta parte del
mundo, vísperas de mi cumpleaños -así lo saben: soy Libra
en el horóscopo occidental; Tigre, en el oriental, e hijo de Argayú
Solá en el panteón Yoruba; una liga como para que muja el perro,
bale el caballo y maúlle la cotorra- a los primeros goterones me acomodé
en el portal del Palacio de los Capitanes Generales -ya les dije que en ese
lugar la tolerancia de Eusebio Leal nos permitía seguir vendiendo- y se
apareció, con su uniforme salpicado de lluvia el General, escritor también,
a quien le había, en algunas ocasiones revisado sus manuscritos. La gente
se quedó pasmada al verlo saludarme con esa mezcla extraña que
produce el agradecimiento y la creencia de superioridad, y que puede resumirse
entre la euforia y la conmiseración.
- ¿Tienes por ahí alguno de mis libros?
- No. Yo vendo libros. Le hice la broma.
- Qué bueno que te estás ganando la vida decentemente -me
dijo. Hay otros que se han metido a disidentes y esa mierda. Hay que aprender a
estar con el Comandante en las verdes y en las maduras.
Lo miré con cierta extrañeza. No podía creer que él
no supiera que yo era uno de esos disidentes y esa mierda, y tuve deseos de
decirle que no soy de los que permite que me quiten y me pongan los grados cada
vez que a alguien se le antoja. Pero decidí callarme. Un lío con
un general nunca es recomendable, por lo menos en posición tan frágil
como la mía dentro de un país donde la justicia y el poder político
son una misma cosa. Lo miré entonces con indiferencia. El me palmeó
el hombro con cierto paternalista ademán. Yo me quedé sentado
junto a mis libros de verdad.
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