Memorias de
la Plaza (XXIV)
Manuel Vázquez Portal, Grupo Decoro
LA HABANA, marzo (www.cubanet.org) - Poncito fue para el Grupo Decoro como
abrirle las ventanas a una vetusta y lóbrega casa que llevara mucho
tiempo sin airearse. Pude hablar otra vez sobre James Joyce, sobre Gauguin,
sobre Vivaldi. En el grupo sólo se comentaba que si la policía política
había arrestado a Fulano, que si Zutano era un "agentón"
enmascarado, que si Mengano se había robado el dinero del Proyecto
Floripondio Escarlata. A veces me asfixiaba y no hacía más que
chistes para desviar la "jaladera" de pellejo.
La joda de que cuando dos disidentes hablan en una esquina lo están
haciendo mal de un tercero, por orientación de la policía política,
está claro, se me había convertido ya en paranoia. Poncito vino a
salvarme.
Rosa Berre me preguntó por él y parece ser que yo era el único
que lo conocía. Miguel Angel Ponce de León, hijo de Fidelio, era
la Habana Vieja, era la Plaza de Armas, era el solar de Mercaderes número
Dos. Sin él, a la Casa del Tango le falta una milonga, al Café
Habana le falta un parroquiano, a la Plaza de San Francisco de Asís le
falta una paloma.
Cuántas veces debió pasar frente a mi ventorrillo de libros
viejos sin que yo me percatara de que aquel Cronopio iba, con el tiempo, a ser
mi amigo. Y mucho que sabía Poncito ser amigo. El era como el centro de
muchos círculos concéntricos. Nunca juntaba el círculo de
amantes con el círculo de colegas, o el círculo de colegas con el
de amigos. Nunca supe cómo se las ingeniaba para no mezclar. Tenía
un ámbito para cada uno de sus intereses. Y no es que se impostara, sino
que sabía muy bien delimitar, poner las necesarias fronteras.
Cuando averigüé por él todo el mundo sabía de su
existencia. Me lo describieron de tantas disímiles maneras que hubo un
momento en que pensé que se trataba de una especie de Frankestein. Era
para la gente una confluencia de rasgos, características y actitudes que
si me hubiera llevado por sus retratos jamás lo hubiera conocido. Para
unos era simplemente maricón; para otros sencillamente bohemio; para
algunos un genio; para muchos un loco; para los más un tipo raro; qué
lejos andaban de saber quién era Poncito.
Como se dice en el mejor de los cubanos "me cagué" en todas
las opiniones. Lo busqué y si no lo abracé cuando nos conocimos
fue porque a él eso le parecía una "mariconería".
Tan hombre era este maricón satisfecho y orgulloso de serlo. Y lo cuento
así porque, aunque él en su tumba se esté ruborizando con
mi lenguaje -era pudoroso como un niño- se preocupaba mucho por dejar
claras sus preferencias, sus intereses y sus gustos.
Al saber que yo era librero en la Plaza y periodista independiente a la vez,
se aterrorizó. No pudo evitar que le viniera a la memoria aquella vieja
redada que las autoridades llamaran "Operación Pitirre en el Alambre"
y de la que él fue testigo cercano en la Plaza de la Catedral. Muchos
artesanos pagaron con cárceles el humano delito de no querer morirse de
hambre. Me dijo que tenía que abandonar uno de los dos empleos. Opinaba
que me volvía muy vulnerable, que el menor descuido podía
conducirme a la prisión. Tomé muy en cuenta su opinión.
Mi hijo Gabriel le regalaba dibujos que él conservaba después
de elogiarlos. Yoly, mi esposa, gustaba de comadrear con él. Se
maravillaba ella de la finura, la cultura, el buen gusto de él. Cuando
alguna tarde lo invitábamos a comer en nuestra casa terminábamos
agradeciéndole que hubiera asistido. Mi hijo hablaba mucho de Poncito
después que éste nos visitaba. Recordaba su paciencia, su bondad.
Un día, quizás, en un arranque de celos paternales, le dije al niño
como en broma: "no me hables más de Poncito. Ese es un viejo maricón".
Y la respuesta de mi hijo fue una lección que nunca olvidaré, que
nunca nadie debiera olvidar: "Papá, eso no se dice de los amigos".
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