CUBANET .INDEPENDIENTE

31 de enero, 2002


Memorias de la Plaza (VII)

Manuel Vázquez Portal, Grupo de Trabajo Decoro

LA HABANA, enero (www.cubanet.org) - Mi oficio como vendedor de libros viejos en la Plaza de Armas me enseñó que hasta las estupideces pueden ser útiles. Muchas veces se ha dicho que Cuba es un país de congresos, simposios, convenciones, festivales y otras celebraciones improductivas. Pero para un comerciante despierto no hay ocasión despreciable.

Jamás en la vida le había prestado atención a cónclaves tan sosos. Los veía anunciarse por televisión, elogiarse en los noticiarios, reflejarse en los periódicos, y siempre me parecieron una tontería. No entendía para qué servía toda esa alharaca, todos esos gastos.

Cuando me sorprendió el Festival del Nuevo Cine Latinoamericano sin "parque" en mis estantes para satisfacer las demandas de quienes acudían al evento, me di cuenta que el tonto era yo. Cómo no se me había ocurrido sacarle partido.

Desde entonces traté de "agarrarle el tumbao" a tanto encuentro internacional celebrado en La Habana. Me preparé para los potenciales compradores. Anoté fechas, duración, países participantes, cantidad de delegados, temas a debatir, tendencias políticas de los representantes, idiomas en que existía bibliografía sobre el evento en cuestión, de tal modo que cuando los congreseros, simpsiantes, convencionistas, festivaleros llegaban a mi ventorrillo yo los tenía colimados desde un mes antes y les disparaba a boca de jarro con todo lo que deseaban.

Por esos días me volvía todo un especialista. No importaba si en pedagogía o ginecología, en teatro o ballet, en ecología o explotación de los hidrocarburos, en protección a las reservaciones indígenas o en biotecnología; mi asunto era vender, y para vender algo, ya sea un libro o la imagen de la revolución, hay que saber de todo. Si no me creen, pregúntenselo a mi maestro de "todología". El hobre lo mismo clausura un congreso sobre la natividad, vida y muerte de los batracios que un simposio sobre genoma humano y clonación.

Mi fama de hombre culto me trajo buenos dividendos, pero también me acarreó ciertos contratiempos. No pasaba un dichoso día sin que tuviera que impartir cuatro o seis miniconferencias a "los mangueros". Acudían a mí como única vía de aprendizaje. Cada vez que conseguían un libro desconocido para ellos -y esto ocurría con una frecuencia abrumadora- invadían mi puesto y no se marchaban hasta ver satisfecha su necesidad. En ese tiempo que gastaba explicándoles sobre el autor, la época, la importancia y hasta el posible precio, se me escapaban compradores que luego no lograba recuperar. Pero qué le iba a hacer, eran mis colegas.

Un día me cansé del samaritanismo. Decidí sacarle aceite a aquel ladrillo. No podía seguir perdiendo tiempo y dinero. Cuando se aparecían con un libro de valor apreciable les explicaba con el mismo amor y la misma profundidad de antes, pero les sugería un precio que me diera margen para comprárselo por trasmano y sacarle ganancias. Cuando se dieron cuenta dejaron de consultarme y así recuperé mi tiempo para atender a los clientes.

Ya sé que puedo dar la imagen de ser un pícaro, un pillo, un catrín, pero me gusta ser honrado, y para qué ocultar lo que todo el mundo sabe. El dinero no tiene amigos. Y en épocas de crisis el que no tiene dinero se las ve negras. Ellos ganaban y yo también. Mi altruismo lo guardaba para el periodismo independiente que, en ese momento, hacía por amor al chisme, al derecho que tienen los demás de enterarse.

Lo que sí me dolía era que desde entonces ya la prensa oficial, la policía política y los funcionarios del gobierno nos acusaban de mercenarios. ¡Qué injusticia! Muchos de los periodistas independientes, que habían sido mis colegas en la prensa oficial, le veían el rostro a Lincoln cuando yo, apenado por no poder ofrecerles más, les metía en el bolsillo, con mucho tacto para no herir su orgullo, un billete de cinco dólares o los invitaba a almorzar en alguna paladar cercana.


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