Memorias de
la Plaza (V)
Manuel Vázquez Portal, Grupo de Trabajo Decoro
LA HABANA, enero (www.cubanet.org) - El hombre que poseía aquel
ejemplar de Un Día de Pablo se llamaba Ricardo. Había viajado
bastante por Europa del Este, hablaba búlgaro, algo de ruso y con el inglés
se las arreglaba. Era economista, y gustaba de la literatura. Su estampa pulcra
y sus ademanes cuidadosos lo tornaban un competidor de cuidado. Desinhibido y
resuelto, conseguía buenas ventas. Observé cómo sonreía
siempre y se esmeraba en complacer a los clientes.
Pero no era sólo Ricardo un contrincante a tener en cuenta. Por esa época
se habían declinado muchos títulos universitarios mal retribuidos.
Entre los libreros había médicos, ingenieros, arquitectos, psicólogos,
periodistas, profesores. Un capitalismo incipiente, pero con todas las de la
ley, se había instalado en la Plaza de Armas. Cada quien usaba lo mejor
que podía sus conocimientos y habilidades. Los mangueros -aquellos que
por su formación cultural muchas veces confundían a Vargas Llosa
con Vargas Vila o a Madame Bovary con Madame Butterfly o las trompas de
Eustaquio con las de Falopio- también me enseñaron sus mañas.
Ellos se sabían en desventaja y para compensar crearon mecanismos que,
aunque poco lícitos, válidos. Toda competencia es turbia y
desleal. Su primer ardid fue bajar los precios; el segundo, comprar los puestos
de mayor afluencia de turistas, y tercero, sobornar a los inspectores para que
se hicieran de la vista gorda cuando vendían mercancías no
previstas en la licencia obtenida.
Un negocio que había empezado por libros viejos ya se había
extendido a vitolas, sellos, anillas, envases, humidores de tabaco, posters,
fotos de cine, gorras, guantillas, camisetas, postales de peloteros de las
Grandes Ligas. Para muchos, el libro era una portada, un camuflaje con qué
proteger el verdadero negocio, ya fuera de filatelia, numismática,
marquillas y patentes, orfebrería antigua o telas de viejos pintores.
La licencia de comprador/vendedor de libros de uso se obtenía por
medio del Poder Popular como cualquiera otra de las licencias que, ante la
crisis económica después del desmorcillamiento del socialismo en
Europa, el gobierno se vio obligado a otorgar. Pero para instalarse en la Plaza
de Armas se requería un permiso especial que concedía el señor
Eusebio Leal, Historiador de la Ciudad, lo cual significaba un pago adicional, y
permitía la venta en divisas. Cuando obtuve mi licencia ya tenía
mi puesto asegurado en la Plaza. Si iba a iniciarme en el negocio no quería
hacerlo en la devaluada, endeble, casi inservible moneda nacional.
Fue todavía en mi etapa de librero bisoño, de aprendiz de
comerciante, que recibí la visita, no sé si fortuita o dirigida,
de un viejo funcionario de la Unión de Escritores. El hombre andaba, o lo
aparentaba, más despistado que yo aquel día que salí del
Palacio del Segundo Cabo con mi diploma y mi cheque de escritor premiado, y me
di de narices con Ricardo y con una realidad que desviaría mi camino de
escritor.
- Y tú, ¿qué haces aquí vendiendo libros? -me
preguntó como con la vanidad gremial herida.
- Me busco la vida -le respondí.
- Pero tú eres un buen escritor... un intelectual conocido...
recordé al viejo firmante de la Protesta de los Trece. Al agudo
periodista y fino poeta José Zacarías Tallet. No pude menos que
citarlo de memoria: "Mire, maestrazo: yo soy un comemierda que hasta un
chicuelo engaña / sin fuerte prueba en contra cuanto me dicen creo..."
Y le sonreí esperando su reacción.
- Todos somos unos comemierdas, pero hay que darse su lugar -me dijo, y
comprendí que su visita a mi cuchitril de librero no era tan casual. Vaya
extraño sentido de ubicación social. Me hizo recordar el estoico
sentido de hidalguía de los caballeros venidos a menos de la picaresca
española: guardar la compostura aunque se ande con el estómago
estrujado.
- ¿Qué comerá su hijo hoy, maestrazo? -le pregunté.
Recuérdese que a la sazón estábamos en el momento más
brutal del Período Especial.
Me miró con cierto desaliento, desarmado. Una sombra de duda le nubló
los ojos. Pareció aplastado por una realidad que escapaba de toda
especulación teórica, de toda verborrea justificativa. Guardó
silencio.
- El mío se comerá un bistec.
Esta información ha sido transmitida por teléfono,
ya que el gobierno de Cuba no permite al ciudadano cubano acceso privado a
Internet. CubaNet no reclama exclusividad de sus colaboradores, y autoriza
la reproducción de este material, siempre que se le reconozca como
fuente.
|