CUBANET .INDEPENDIENTE

29 de enero, 2002


Memorias de la Plaza (V)

Manuel Vázquez Portal, Grupo de Trabajo Decoro

LA HABANA, enero (www.cubanet.org) - El hombre que poseía aquel ejemplar de Un Día de Pablo se llamaba Ricardo. Había viajado bastante por Europa del Este, hablaba búlgaro, algo de ruso y con el inglés se las arreglaba. Era economista, y gustaba de la literatura. Su estampa pulcra y sus ademanes cuidadosos lo tornaban un competidor de cuidado. Desinhibido y resuelto, conseguía buenas ventas. Observé cómo sonreía siempre y se esmeraba en complacer a los clientes.

Pero no era sólo Ricardo un contrincante a tener en cuenta. Por esa época se habían declinado muchos títulos universitarios mal retribuidos. Entre los libreros había médicos, ingenieros, arquitectos, psicólogos, periodistas, profesores. Un capitalismo incipiente, pero con todas las de la ley, se había instalado en la Plaza de Armas. Cada quien usaba lo mejor que podía sus conocimientos y habilidades. Los mangueros -aquellos que por su formación cultural muchas veces confundían a Vargas Llosa con Vargas Vila o a Madame Bovary con Madame Butterfly o las trompas de Eustaquio con las de Falopio- también me enseñaron sus mañas. Ellos se sabían en desventaja y para compensar crearon mecanismos que, aunque poco lícitos, válidos. Toda competencia es turbia y desleal. Su primer ardid fue bajar los precios; el segundo, comprar los puestos de mayor afluencia de turistas, y tercero, sobornar a los inspectores para que se hicieran de la vista gorda cuando vendían mercancías no previstas en la licencia obtenida.

Un negocio que había empezado por libros viejos ya se había extendido a vitolas, sellos, anillas, envases, humidores de tabaco, posters, fotos de cine, gorras, guantillas, camisetas, postales de peloteros de las Grandes Ligas. Para muchos, el libro era una portada, un camuflaje con qué proteger el verdadero negocio, ya fuera de filatelia, numismática, marquillas y patentes, orfebrería antigua o telas de viejos pintores.

La licencia de comprador/vendedor de libros de uso se obtenía por medio del Poder Popular como cualquiera otra de las licencias que, ante la crisis económica después del desmorcillamiento del socialismo en Europa, el gobierno se vio obligado a otorgar. Pero para instalarse en la Plaza de Armas se requería un permiso especial que concedía el señor Eusebio Leal, Historiador de la Ciudad, lo cual significaba un pago adicional, y permitía la venta en divisas. Cuando obtuve mi licencia ya tenía mi puesto asegurado en la Plaza. Si iba a iniciarme en el negocio no quería hacerlo en la devaluada, endeble, casi inservible moneda nacional.

Fue todavía en mi etapa de librero bisoño, de aprendiz de comerciante, que recibí la visita, no sé si fortuita o dirigida, de un viejo funcionario de la Unión de Escritores. El hombre andaba, o lo aparentaba, más despistado que yo aquel día que salí del Palacio del Segundo Cabo con mi diploma y mi cheque de escritor premiado, y me di de narices con Ricardo y con una realidad que desviaría mi camino de escritor.

- Y tú, ¿qué haces aquí vendiendo libros? -me preguntó como con la vanidad gremial herida.

- Me busco la vida -le respondí.

- Pero tú eres un buen escritor... un intelectual conocido...

recordé al viejo firmante de la Protesta de los Trece. Al agudo periodista y fino poeta José Zacarías Tallet. No pude menos que citarlo de memoria: "Mire, maestrazo: yo soy un comemierda que hasta un chicuelo engaña / sin fuerte prueba en contra cuanto me dicen creo..." Y le sonreí esperando su reacción.

- Todos somos unos comemierdas, pero hay que darse su lugar -me dijo, y comprendí que su visita a mi cuchitril de librero no era tan casual. Vaya extraño sentido de ubicación social. Me hizo recordar el estoico sentido de hidalguía de los caballeros venidos a menos de la picaresca española: guardar la compostura aunque se ande con el estómago estrujado.

- ¿Qué comerá su hijo hoy, maestrazo? -le pregunté. Recuérdese que a la sazón estábamos en el momento más brutal del Período Especial.

Me miró con cierto desaliento, desarmado. Una sombra de duda le nubló los ojos. Pareció aplastado por una realidad que escapaba de toda especulación teórica, de toda verborrea justificativa. Guardó silencio.

- El mío se comerá un bistec.


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