Memorias de
la Plaza (I)
Manuel Vázquez Portal, Grupo de Trabajo Decoro
LA HABANA, enero (www.cubanet.org) - Mi último premio literario lo
gané en 1993. El libro se llama "Fábrica de Antojos". Es
un cuaderno de poemas para niños. El jurado lo seleccionó como
triunfador, y a mí me pareció muy bien. Vanidoso que es uno. Después
de las alabanzas, los aplausos, los abrazos, tomé mi cheque y me marché.
Era poseedor de mil pesos, moneda nacional, y estaba dispuesto a hacer algunos
ahorros. Yoly, mi esposa, estaba embarazada de quien es hoy mi hijo Gabriel. El
período especial ya tenía un rostro más feo que la manía
de hurgarse la nariz, y no era muy sensato andar haciendo gastos.
No celebré el premio. Salimos del Palacio del Segundo Cabo, donde se
había efectuado la ceremonia de premiación, y antes de ir a
convertir en efectivo el cheque, decidimos echarle una ojeada a los libros
viejos que más de tres docenas de libreros exponían alrededor de
la Plaza de Armas. Había de todo. Daban ganas de comprar. Ediciones de El
Quijote de dos siglos atrás, primeras ediciones de los poetas de la
Generación del 27, libros de grabados antiguos, Biblias cuyas
encuadernaciones eran verdaderas joyas, álbumes de fotografías de
principios de siglo. En fin, como para gastarse los mil pesos de un tirón.
Hasta ese momento pensaba que aquellos pobres hombres y mujeres se habían
refugiado en el comercio de libros viejos para sortear de algún modo la
crisis económica en que estaba sumido el país. La sorpresa me
abofeteó cuando, engolfado como un pavo real, después de haber
descubierto un ejemplar de mi libro "Un día de Pablo", le
pregunté al vendedor: "¿Cuánto vale éste?"
El hombre me miró con cierta extrañeza. Me repasó de
arriba abajo. No le parecí un comprador. "Nosotros vendemos en dólares",
me dijo con cierto aire de superioridad. Hacía poco se había
desprohibido la circulación de divisas en Cuba. me sentí algo
mondongueado. Insistí: "¿Cuánto vale?"
"Cinco dólares", me respondió irritado, como para
librarse rápido de mí. Pero ya yo había decidido hacerle
pagar por su arrogancia. ¿Quién se había creído que
era yo? "Yo soy el autor", le espeté. "Entonces puedo
hacerle una rebaja", me respondió. "¿Cuánto?",
pregunté de nuevo con la firmeza de quien está decidido a pagar. "Seis
dólares". Solté una carcajada. El hombre me sorprendió
con un sentido del humor que no esperaba. El rió también. "Estas
ocasiones hay que aprovecharlas, estoy seguro que a usted es a quien más
le interesa". Volví a reírme. No cabía dudas de que el
librero no era un cualquiera. Tenía clase. Sabía hacer bromas
refinadas. "No puedo. Aunque sea mío. Lo lamento". "Yo lo
supe desde el principio. Aquí los cubanos no compran".
Saqué cuentas muy claras. El premio que acababa de ganarme equivalía
a 6.66 dólares. No se podía seguir escribiendo con una tasa de
cambio de 150 pesos por dólar. Un solo ejemplar de uno de mis libros
equivalía a un premio nacional de literatura. Valía más la
pena dedicarse al negocio del mercado del libro que al de escribir libros. Pensé
seriamente abandonar la literatura y alistarme como mercachifle.
No sé si por vanidad o por legítimo orgullo o por simple
timidez, pero demoré varios meses en cambiar de oficio. Ya Gabriel había
nacido. El mercado doméstico se había dolarizado. Los precios se
habían disparado hasta las nubes, y la gente estaba pasando más
hambre que una pulga en un perrito de peluche. El miedo a que el niño no
tuviera lo necesario fue el mejor acicate. Revisé mi biblioteca privada.
Eran unos ocho o nueve mil ejemplares. Me pareció un buen capital inicial
según el estudio de precios que había hecho entre los libreros sin
que ellos se dieran cuenta que dentro de muy poco lidiarían con un nuevo
competidor. Inventarié mis libros. Armé mi tinglado. Amanecí
una mañana de librero en la Plaza de Armas.
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