Gastronomía
eficiente: ¡qué ironía!
Héctor Maseda, Grupo Decoro
LA HABANA, febrero (www.cubanet.org) - El 14 de febrero es el Día de
San Valentín. De los enamorados del planeta. La fecha no podía
pasar inadvertida para mi esposa. Ambos decidimos celebrarlo dos días
después en la intimidad de un almuerzo. El lugar escogido: restaurante
Prado 264, ubicado en esta ciudad. La elección fue decepcionante en
extremo debido a la irregularidad de su servicio, así como por la poca
profesionalidad de los empleados y directivos de ese restaurante.
Llegamos al establecimiento el sábado 16 de febrero a las 2 y 25 de
la tarde. Había más de 70 personas esperando a que abriera sus
puertas. Entre los potenciales comensales se encontraban veinte menores, cuyas
edades oscilaban desde varios meses de nacido hasta los diez años. La
unidad debió comenzar sus faenas gastronómicas a las dos de la
tarde, de acuerdo con el horario anunciado. Sin embargo, ese día lo
hicieron a las 3 y 30 de la tarde. Los motivos: una reunión de todos los
empleados con el administrador. Concluida ésta, el local continuó
cerrado porque los trabajadores debían almorzar. Este segundo motivo, tan
humano, convencía al más exigente de los parroquianos.
¡Al fin entramos! Mi esposa y yo tuvimos que contentarnos con una mesa
en el patio interior del local. Nuestro orden en la lista de espera no nos
permitió acceder a los dos salones climatizados. No obstante, el motivo
de nuestra presencia en aquel sitio impidió que nos molestáramos
por estas pequeñeces.
Un joven capitán tomó amablemente nuestra orden: cremas de
queso como entrante, lasañas de jamón y jugos para ambos. Mi
esposa solicitó de plato fuerte lonjas de pavo asado. Yo pedí una
costilla de riñonada (hacia más de dos meses que no veía
las carnes rojas). De postre seleccionamos helado de chocolate. No ofertaban
cervezas. No le dimos importancia. El brindis lo hicimos con un vaso de jugo.
Nuestra disposición era pasar la velada con alegría y buen
humor. Olvidamos de inmediato las dificultades anteriores. Recordamos los buenos
momentos vividos en comunidad. Relatamos anécdotas, sucesos interesantes,
experiencias... Pero el tiempo pasaba, y nada de los manjares pedidos. A las 4 y
10 de la tarde le trajeron a mi esposa su lasaña de jamón en lugar
de las cremas, como se debía haber hecho. La mía estaba ausente al
pase de lista en la mesa. Inquirí por ella a la joven y graciosa
empleada. "Está en el horno, señor", respondió.
Yo me quedé algo intranquilo. No entendía aquella manera sui
generis de servir los alimentos.
La espera tenía colas. A las 4 y 20 de la tarde vino la misma
adolescente con las dos cremas de queso, elevadas por obra y gracia de no sé
quién a la categoría de plato principal. Volví a preguntar
por mi lasaña de jamón. La respuesta: similar a la primera que me
dio.
Comencé a realizar digestiones al vacío sometido a la tortura
de ver cómo otras personas disfrutaban del mismo alimento que mi
humanidad exigía. Comencé a sentirme molesto por la extraña
e irrazonable demora, el pésimo servicio y la pobre profesionalidad de
los empleados que laboraron ese día, quienes tropezaban entre sí
con el servicio en las manos, se reunían más de lo necesario en la
cocina, conversaban y reían.
A las 4 y 45 de la tarde regresó la bella diosa de ébano que
atendía nuestra mesa. Traía un rostro tan tenso que presagiaba la
tragedia que vendría detrás. Midiendo sus palabras me dijo: "Señor,
cuánto lo siento. Su lasaña la sacó del horno otro empleado
y se la entregó a un comensal. Yo no me percaté de sus actos".
"¿Será comemierda esta chica tan bella? -me pregunté-
¿Se estará cumpliendo la ecuación matemática de C1 por
C2 es igual a una constante donde C1 es igual a culo y C2 a cerebro".
Respiré profundo varias veces y le propuse a la joven: "No hay
problema. Coloca otra lasaña en el horno y esta vez vigílala para
que no te la vuelvan a birlar", al mismo tiempo que ensayaba un rostro
paternal.
En ese momento la chica convulsionó, hizo varios movimientos estrambóticos
con su cuerpo y por último envió el mensaje: "Señor,
el asunto es que se terminó la lasaña".
En realidad, la observé en silencio sin decidir qué hacer: si
levantarme y quejarme ante el administrador, gritar en medio del salón
todo lo que pensaba de Prado 264 y del personal que labora allí, o
maldecir una y mil veces a este régimen totalitario como máximo
culpable de que "todos somos dueños de todo y nadie responde por
nada".
Me decidí por una cuarta opción. No podía continuar en
aquel sitio donde perdí dos horas y veinte minutos de mi vida. Miré
a mi esposa suplicante. Ella comprendió mi decisión y asintió
con la cabeza.
"Tráigame la cuenta de lo consumido hasta ahora, preciosa -le
dije a la gran dama C1 que estaba frente a mí- y suspenda el resto del
pedido. Sé que no es su culpa, pero esa convicción no reduce mi
enfado. Sepa usted que nunca más volveré a este lugar, olvidado
por el sentido común y la racionalidad humana".
Al salir observé en la pared principal que cubre la entrada del
restaurante la siguiente consigna: "Esta unidad aspira al mejor servicio".
Debajo, un mueble donde se supone debería estar el libro de "quejas
y sugerencias" se encontraba vacío. Supuse que el cúmulo de
quejas lo habría llenado hasta los jarretes y el eficiente administrador
de Prado 264 lo debió retirar por aquello de no dejar constancia escrita
de su pobre desempeño al frente de la unidad.
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