Memorias de
la Plaza (XX)
Manuel Vázquez Portal, Grupo Decoro
LA HABANA, febrero (www.cubanet.org) - Si algún libro se vendía
con extremada facilidad, sin promoción, ése era la Arquitectura
Colonial Cubana de Joaquín Weiss. Quizás le seguían El
Monte de Lidia Cabrera y Los Orishas en Cuba de Natalia Bolívar. Pero
para vender, pongamos por caso, Gaspar Pérez de Muelas Quietas, de
Gustavo Eguren o Noche de Sábado, de Abel Prieto, había que ser un
maestro de la gestión comercial. Para qué contarles de Acero, de
Eduardo Heras León o El Hijo de Arturo Estévez, de Raúl
González de Cascorro. Terminé por regalárselos a aquellos
clientes que se portaban mal y regateaban excesivamente mis precios.
Sin embargo, los libros que nunca pude vender, ni siquiera dándolos a
tres por un dólar, fueron aquellos que en Cuba se publicaron o se le
compraron a editoriales soviéticas por toneladas. Campos Roturados, Las
novelas del Don, La carretera de Volokolans, Así se templó el
acero, Lo conseguirás luchando, Ellos murieron por la Patria, Los
atardeceres son aquí apacibles, Cuatro tanquistas y un perro, La balada
del primer maestro, ñooooo, pólvora y pan de centeno a pulso. Un día
le regalé dos cajas de ellos a un vendedor de dulces que no tenía
papel para envolver sus barritas de maní molido.
Otros libros invendibles eran aquéllos que, aunque gozaban de una
gran popularidad en Cuba, en otras partes del mundo ya se habían
olvidado: Rebelión en la granja, 1984, Archipiélago Gulak, Un día
en la vida de Ivan Ivanovich, La gran estafa. La gente que venía los
compraba muy baratos en cualquier librería de sus pueblitos. Donde único
parecían ejemplares raros era en Cuba, y los cubanos no tenían
dinero para comprarlos. Lo mejor resultaba no gastar espacio en mostrarlos, además
de que podía uno buscarse un problema por exponer libros subversivos en
el ventorrillo.
Yo opté por hacer una periodización de la literatura cubana y
agrupar a los escritores por movimientos o tendencias. Así ya José
María Heredia no era sólo él, sino todo el grupo que
conformó la primera etapa romántica cubana; Lezama no era sólo
él, sino todo el Grupo Orígenes; Heberto Padilla no era sólo
él, sino toda la generación de los cincuenta; Luis Rogelio
Nogueras no era sólo él, sino toda la generación del Caimán
Barbudo, y con ello ampliaba enormemente mi horizonte de ventas, aunque tuviera
que darle algunas pequeñas conferencias a los compradores.
Trataba de ser lo menos petulante posible. Con los clientes hay que tener
sumo cuidado. Es necesario inducirlos a comprar, pero sin herir su sensibilidad.
No se les puede mostrar que uno sabe más que ellos. La cautela es un arma
del vendedor. Aparentar modestia es una garantía. Todo el que va a
comprar desea demostrar que sabe lo que está haciendo.
Pero con aquel argentino fanfarrón perdí, por todo el tiempo
que estuve en la Plaza, los estribos. Su prepotencia me desató todas las
amarras con que sostenía mi natural, pero disimulada, vanidad. El hombre
llevaba media hora revolviendo el estante donde yo exhibía los textos de
filosofía. Había apartado los tres tomos de las obras de Nietzche,
los cuatro tomos de los libros de Hume, dos tomos del Organón, un tomo de
los Diálogos de Platón y alguna que otra cosa de Hegel. Me preguntó
el precio y le respondí, sin asomo de dudas, que setenta dólares. "Pero
eso no vale nada" me dijo con ese tono gauchesco que, a veces, suele
resultar simpático. "Te doy diez dólares, no sabés lo
que me estás vendiendo".
Sabe Dios con qué mangueros había tropezado antes. Traía
ya dos bolsas repletas de libros. No pude contenerme. Fue un impulso más
fuerte que yo. Hubiera querido, en homenaje a Pablo Manuel Guadarrama, mi
profesor de Historia de la Filosofía en la Universidad de Villa Clara, y
quien es hoy un eminente filósofo al cual leo con agrado aunque algunas
veces no comparta sus postulados, hablarle a aquel zoquete desde El diálogo
de un Desencantado con su Alma hasta la escuela existencialista, desde la
escuela heraclitiana hasta el marxismo, desde Zenón de Elea hasta
Grammsi, desde la escolástica hasta la Teoría de la Convergencia,
pero se me escapó el guajiro rebencú: tomé con calma todos
los libros, los coloqué en su lugar, y con voz reposada le dije:
- Señor, yo vendo libros, no pido limosnas.
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