Memorias de
la Plaza (XVIII)
Manuel Vázquez Portal, Grupo Decoro
LA HABANA, febrero (www.cubanet.org) - La gorda que vendía medicinas
fue mi credencial para penetrar el mundo del mercado subterráneo. A la
Plaza de Armas venía toda suerte de vendedores, pero eran invisibles a
los ojos de los policías y de los indiscretos. Yo veía pasar
salchichones, leche en polvo, filetes de pargo, tablillas de chocolate, jeans de
marcas, pantuflas de baño, preservativos fosforescentes, pero sólo
cuando los traficantes ya habían desaparecido. Había que tener,
además del dinero, la contraseña.
La gorda tenía cara de ángel y cuerpo de cachalote. Llegó
hasta mi ventorrillo y con voz educadísima me pidió que la dejara
descansar en mi silla. Para entonces casi todos los libreros nos habíamos
comprado unas sillas plegables que guardábamos junto a los libros. ¡Cómo
negarle el reposo a aquella gran humanidad que ya había dicho basta! Le
sonreí amablemente. Me puse en pie. Le brindé mi silla. Resopló
ella. Se abanicó con la manito regordeta. Se arrellanó comodona. "Tengo
termómetros", me dijo. ¡Fenomenal! Esa era la clave. Pedían
la silla para mostrar discretamente su mercancía.
En mi casa la gente tiene una salud de hierro, pero no podía
desaprovechar la oportunidad. Le compré cinco termómetros, dos
paquetes de aspirina y un frasco de difenhidramina compuesta. Los termómetros
nunca sobran donde habitan niños pequeños, la aspirina es casi un
vicio nacional y la benadrilina, que es como se conoce más la
difenhidramina, no viene mal para los catarrones del trópico.
Entré en el secreto. La gorda tenía todas las conexiones y
corrió la voz de que se podía confiar en mí. Desde entonces
tuve un excelente servicio a cuchitril. Mi silla acogió más
posaderas que una butaca de aeropuerto. Con las figuras más variadas y en
el momento más inesperado arribaban los mercaderes del subsuelo. Unos traían
queso, otros, carne enlatada; los más, pacotillas de toda índole.
En una transacción a las volantas, la mercancía y el dinero
pasaban de unas manos a otras, y dejaban la sensación de que allí
jamás se había hecho un negocio. Nunca tuve noticias de que la
policía sorprendiera a alguien in fraganti. Había una especie de
protección de solidaridad mutua que tornaba imposible el trabajo de "la
monada".
Todos sabíamos que las mercancías que vendían eran
hijas de la "manigüite" (del robo) pero en Período
Especial, y con dinero en el bolsillo, no se anda preguntando mucho de dónde
sale lo que necesitamos. El gobierno y la policía también lo sabían.
Se hacían de la vista gorda. Destejer ese entramado era como matar, otra
vez, al pueblo de hambre. En Cuba el que no roba, revende: la farmacéutica,
los medicamentos; el bodeguero, los frijoles; el mecánico, los tornillos;
la secretaria, el papel. Con un salario promedio de ocho o diez dólares
al mes, quién sobrevive.
La hora propicia para los vendedores era ese tiempo muerto que corría
entre la una y las cuatro de la tarde. En ese momento los turistas estaban
almorzando, o bien reposando la hartada, pero nunca comprando libros. Al negro
Tony, el hombre más brillante de la Plaza, cuando el sol lo hacía
sudar, le gustaban las jaranas. Aprovechaba ese interludio para intercambiar
charrasquillos. Y fue que un mediodía se me ocurrió hacerle uno
que resultara inolvidable.
Me puse de acuerdo con tres o cuatro jodedores más. Todos, por
separado, y de parte mía, debían preguntarle por el precio de los
huevos. Fue Damián y él le dijo, muy seriamente, que no vendía
huevos. Fue Augusto y él, ya intrigado, le respondió que no tenía
huevos. Fue Javier y él, ya disgustado, casi le gritó. Fue
Alejandro y el negro saltó como un resorte, y bufando como un toro
embravecido se dirigió a mi puesto:
- Oye, Vázquez, ¿quién rayos te dijo que yo tengo huevos
en bolsa negra?
La carcajada fue unánime, se expandió por la Plaza, chocó
contra el hotel Santa Isabela, rebotó en las paredes del Palacio del
Segundo Cabo, se enredó en las columnas del Palacio de los Capitanes
Generales de la fidelísima Isla de Cuba, se le encajó al negro
Tony en el pecho, quien rió con toda su inocencia desbridada cuando le
respondí:
- ¡No! ¿Y de qué color es entonces?
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