CUBANET .INDEPENDIENTE

22 de febrero, 2002


Memorias de la Plaza (XVIII)


Manuel Vázquez Portal, Grupo Decoro

LA HABANA, febrero (www.cubanet.org) - La gorda que vendía medicinas fue mi credencial para penetrar el mundo del mercado subterráneo. A la Plaza de Armas venía toda suerte de vendedores, pero eran invisibles a los ojos de los policías y de los indiscretos. Yo veía pasar salchichones, leche en polvo, filetes de pargo, tablillas de chocolate, jeans de marcas, pantuflas de baño, preservativos fosforescentes, pero sólo cuando los traficantes ya habían desaparecido. Había que tener, además del dinero, la contraseña.

La gorda tenía cara de ángel y cuerpo de cachalote. Llegó hasta mi ventorrillo y con voz educadísima me pidió que la dejara descansar en mi silla. Para entonces casi todos los libreros nos habíamos comprado unas sillas plegables que guardábamos junto a los libros. ¡Cómo negarle el reposo a aquella gran humanidad que ya había dicho basta! Le sonreí amablemente. Me puse en pie. Le brindé mi silla. Resopló ella. Se abanicó con la manito regordeta. Se arrellanó comodona. "Tengo termómetros", me dijo. ¡Fenomenal! Esa era la clave. Pedían la silla para mostrar discretamente su mercancía.

En mi casa la gente tiene una salud de hierro, pero no podía desaprovechar la oportunidad. Le compré cinco termómetros, dos paquetes de aspirina y un frasco de difenhidramina compuesta. Los termómetros nunca sobran donde habitan niños pequeños, la aspirina es casi un vicio nacional y la benadrilina, que es como se conoce más la difenhidramina, no viene mal para los catarrones del trópico.

Entré en el secreto. La gorda tenía todas las conexiones y corrió la voz de que se podía confiar en mí. Desde entonces tuve un excelente servicio a cuchitril. Mi silla acogió más posaderas que una butaca de aeropuerto. Con las figuras más variadas y en el momento más inesperado arribaban los mercaderes del subsuelo. Unos traían queso, otros, carne enlatada; los más, pacotillas de toda índole. En una transacción a las volantas, la mercancía y el dinero pasaban de unas manos a otras, y dejaban la sensación de que allí jamás se había hecho un negocio. Nunca tuve noticias de que la policía sorprendiera a alguien in fraganti. Había una especie de protección de solidaridad mutua que tornaba imposible el trabajo de "la monada".

Todos sabíamos que las mercancías que vendían eran hijas de la "manigüite" (del robo) pero en Período Especial, y con dinero en el bolsillo, no se anda preguntando mucho de dónde sale lo que necesitamos. El gobierno y la policía también lo sabían. Se hacían de la vista gorda. Destejer ese entramado era como matar, otra vez, al pueblo de hambre. En Cuba el que no roba, revende: la farmacéutica, los medicamentos; el bodeguero, los frijoles; el mecánico, los tornillos; la secretaria, el papel. Con un salario promedio de ocho o diez dólares al mes, quién sobrevive.

La hora propicia para los vendedores era ese tiempo muerto que corría entre la una y las cuatro de la tarde. En ese momento los turistas estaban almorzando, o bien reposando la hartada, pero nunca comprando libros. Al negro Tony, el hombre más brillante de la Plaza, cuando el sol lo hacía sudar, le gustaban las jaranas. Aprovechaba ese interludio para intercambiar charrasquillos. Y fue que un mediodía se me ocurrió hacerle uno que resultara inolvidable.

Me puse de acuerdo con tres o cuatro jodedores más. Todos, por separado, y de parte mía, debían preguntarle por el precio de los huevos. Fue Damián y él le dijo, muy seriamente, que no vendía huevos. Fue Augusto y él, ya intrigado, le respondió que no tenía huevos. Fue Javier y él, ya disgustado, casi le gritó. Fue Alejandro y el negro saltó como un resorte, y bufando como un toro embravecido se dirigió a mi puesto:

- Oye, Vázquez, ¿quién rayos te dijo que yo tengo huevos en bolsa negra?

La carcajada fue unánime, se expandió por la Plaza, chocó contra el hotel Santa Isabela, rebotó en las paredes del Palacio del Segundo Cabo, se enredó en las columnas del Palacio de los Capitanes Generales de la fidelísima Isla de Cuba, se le encajó al negro Tony en el pecho, quien rió con toda su inocencia desbridada cuando le respondí:

- ¡No! ¿Y de qué color es entonces?


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