Memorias de la
Plaza (XVII)
Manuel Vázquez Portal, Grupo Decoro
LA HABANA, febrero (www.cubanet.org) - El día que condenaron a los
cuatro firmantes del documento "La patria es de todos", mi cuchitril
de libros viejos en la Plaza de Armas no se abrió. Yo estaba bajo arresto
domiciliario. Ellos perdían su libertad, yo perdía mis ganancias,
la policía política perdía los estribos.
Fue el operativo policial más aparatoso y ridículo que
recuerde en mis años de gusano fervoroso y divertido. A las cinco de la
mañana unos golpes soeces a mi puerta despertaron a mi esposa -yo tengo
un sueño a prueba de bombas, aún sabiéndome perseguido. "Manuel...",
me llamó Yoly. "Un gusano verde va rumbo a un vaso verde",
farfullé semidormido soñando aún con Paul Eluard y el París
de principios de siglo. Los golpes a la puerta se reiteraron y Yoly me sacudió
para sacarme de mi zoncera surrealista. "Oye, están tocando a la
puerta", me dijo sobresaltada. "No te asustes, es la policía",
bromeé.
Con calma encendí mi "lamparita de noche" y comprobé
que "el cuartico está igualito", blanco y mínimo,
fabricado como para habitarlo de perfil: no faltaba la foto de mi madre que sin
envejecer me mira desde ella, mi vieja máquina de escribir en su rincón,
una rosa despetalada sobre el buró, dos torres de libros a punto de
precipitarse y la bacinilla de oro que, en un viaje urgentísimo a
Macondo, le canjeara a Fernanda del Carpio por unos manuscritos en sánscrito
de un gitano llamado Melquíades, y que ella vendería por un buen
precio a un tal Gabriel García Márquez.
Desperté realmente eufórico. Me puse en pie. Iba a tararear
uno de aquellos bolerones que le fascinaban a mi amigo Bernardo Marqués
cuando los golpes se repitieron. "Caramba, están apurados los
visitantes", le dije a Yoly pensando que se trataba de algún
familiar que me llegaba desde Morón. Y despeinado, legañoso,
cubierto únicamente por mi pijamita azul celeste -que pa'eso uno es
varoncito- me dirigí a la puerta. Abrí. Y la broma se hizo
realidad. Era la policía. Con un movimiento rápido, preciso, se
llevaron las manos a los bolsillos y pusieron frente a mis ojos un carnet que
apenas si tuve tiempo de ver debido a la celeridad con que lo guardaron
nuevamente.
"Bueno, llegó la hora", pensé. Mi vejiga, en ese
momento repleta, me dio unos tironcitos traicioneros. Disimulé cuanto
pude no fueran a pensar que me estaba meando de miedo. "¿Qué
pasa", pregunté poniendo la voz en su tono más masculino. "No
debes salir hoy de la casa", me dijo quien parecía el jefe. Me puse
farruco: "¿Y cómo piensa impedírmelo?" "Con
cuatro compañeros que vamos a dejarte allá abajo", me
respondió con autoridad. "Así, a las buenas, cualquiera se
toma el día de vacaciones", concluí y agarré la puerta
con la clara intención de cerrarla. Se marcharon.
Yo vivo en el quinto piso de un edificio de microbrigadas fabricado por
obreros ferroviarios. Ande usted a saber cómo quedó. Tan promiscuo
es su diseño que de apartamento a apartamento se escuchan estornudos, los
flatos y otras sonoridades muy íntimas. Las escaleras están
abiertas a las lluvias y al sol y dispuestas de tal modo que para entrar o salir
de mi casa hay que pasar frente a las narices de mis vecinos. Ello anula la
posibilidad de pasar inadvertido. Así que ni soñar escaparse
subrepticiamente. Que, desde luego, no era mi intención. Pero como ellos
habían montado un operativo de thrillers de gángsters y policías
me dio por imaginar una fuga espectacular.
Mi esposa se fue intranquila a su trabajo. A mi suegra le sobrevino una
retahíla de retortijones que la tuvieron toda la mañana de tournée
por el baño. Es macabro eso de asustar a una anciana tan temprano. Mi
hijo Gabriel fue el único que acogió con regocijo el evento. El y
yo decidimos que obviaríamos la vigilancia y disfrutaríamos el día
como si fuera de fiesta.
Después de mis abluciones y evacuaciones matutinas, con toda la calma
que tales requerimientos imponen, salí al balcón y comprobé
que dos de ellos estaban frente al edificio. La jefatura del operativo la habían
establecido en el Círculo Infantil de la esquina, y los vecinos, ya
enterados del suceso, curioseaban y cuchicheaban señalando para mi casa.
Detrás de una taza de café humeante y aromático me apoltroné
para verlos sudar bajo el sol inclemente de mi país. A estas alturas no
sabía el motivo de mi reclusión domiciliaria. No le di importancia
al motivo. Podía ser cualquiera: la visita del Gran Benefactor a la fábrica
de baches y salideros de Alamar, el anuncio de que una flotilla de aviones de
Hermanos al Rescate vendría a socorrer náufragos, la visita de
Santo Tomás de Aquino a la Catedral de La Habana; en fin, cualquier
bobada en la que no deben participar los cabecillas de grupúsculos
contrarrevolucionarios.
A mediodía sintonicé Radio Martí y me enteré de
que se estaba acabando el mundo. No había un gusano suelto en toda La
Habana. Quien no estaba en su casa, estaba en una lujosa celda de estación
de policías. Aquello era la cagástrofe. Desde los días de
Playa Girón, cuando se reconcentró a todos los desafectos en los
stadiums de cada pueblo cubano, no se había arrestado tanta gusanera. El
motivo era el juicio, a puertas cerradas, que se efectuaba contra Vladimiro Roca
y sus hermanos de causa. Fue un error. Parecía una estrategia trazada
para autodespretigiarse. Formaron más escándalo ellos mismos que
todo el escarceo, ruido, turbamulta que pudieran haber levantado diez o doce
disidentes que asistieran al juicio. Casi a medianoche, cuando suspendieron el
operativo montado frente a mi casa, yo me había cansado de retozar con mi
hijo Gabriel, y recuerdo que antes de dormirse, con todo el candor, la
inocencia, de su alma, me había dicho: "Papá, le voy a decir
a los policías que mañana tampoco te dejen salir para seguir
jugando".
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