CUBANET .INDEPENDIENTE

21 de febrero, 2002


Memorias de la Plaza (XVII)

Manuel Vázquez Portal, Grupo Decoro

LA HABANA, febrero (www.cubanet.org) - El día que condenaron a los cuatro firmantes del documento "La patria es de todos", mi cuchitril de libros viejos en la Plaza de Armas no se abrió. Yo estaba bajo arresto domiciliario. Ellos perdían su libertad, yo perdía mis ganancias, la policía política perdía los estribos.

Fue el operativo policial más aparatoso y ridículo que recuerde en mis años de gusano fervoroso y divertido. A las cinco de la mañana unos golpes soeces a mi puerta despertaron a mi esposa -yo tengo un sueño a prueba de bombas, aún sabiéndome perseguido. "Manuel...", me llamó Yoly. "Un gusano verde va rumbo a un vaso verde", farfullé semidormido soñando aún con Paul Eluard y el París de principios de siglo. Los golpes a la puerta se reiteraron y Yoly me sacudió para sacarme de mi zoncera surrealista. "Oye, están tocando a la puerta", me dijo sobresaltada. "No te asustes, es la policía", bromeé.

Con calma encendí mi "lamparita de noche" y comprobé que "el cuartico está igualito", blanco y mínimo, fabricado como para habitarlo de perfil: no faltaba la foto de mi madre que sin envejecer me mira desde ella, mi vieja máquina de escribir en su rincón, una rosa despetalada sobre el buró, dos torres de libros a punto de precipitarse y la bacinilla de oro que, en un viaje urgentísimo a Macondo, le canjeara a Fernanda del Carpio por unos manuscritos en sánscrito de un gitano llamado Melquíades, y que ella vendería por un buen precio a un tal Gabriel García Márquez.

Desperté realmente eufórico. Me puse en pie. Iba a tararear uno de aquellos bolerones que le fascinaban a mi amigo Bernardo Marqués cuando los golpes se repitieron. "Caramba, están apurados los visitantes", le dije a Yoly pensando que se trataba de algún familiar que me llegaba desde Morón. Y despeinado, legañoso, cubierto únicamente por mi pijamita azul celeste -que pa'eso uno es varoncito- me dirigí a la puerta. Abrí. Y la broma se hizo realidad. Era la policía. Con un movimiento rápido, preciso, se llevaron las manos a los bolsillos y pusieron frente a mis ojos un carnet que apenas si tuve tiempo de ver debido a la celeridad con que lo guardaron nuevamente.

"Bueno, llegó la hora", pensé. Mi vejiga, en ese momento repleta, me dio unos tironcitos traicioneros. Disimulé cuanto pude no fueran a pensar que me estaba meando de miedo. "¿Qué pasa", pregunté poniendo la voz en su tono más masculino. "No debes salir hoy de la casa", me dijo quien parecía el jefe. Me puse farruco: "¿Y cómo piensa impedírmelo?" "Con cuatro compañeros que vamos a dejarte allá abajo", me respondió con autoridad. "Así, a las buenas, cualquiera se toma el día de vacaciones", concluí y agarré la puerta con la clara intención de cerrarla. Se marcharon.

Yo vivo en el quinto piso de un edificio de microbrigadas fabricado por obreros ferroviarios. Ande usted a saber cómo quedó. Tan promiscuo es su diseño que de apartamento a apartamento se escuchan estornudos, los flatos y otras sonoridades muy íntimas. Las escaleras están abiertas a las lluvias y al sol y dispuestas de tal modo que para entrar o salir de mi casa hay que pasar frente a las narices de mis vecinos. Ello anula la posibilidad de pasar inadvertido. Así que ni soñar escaparse subrepticiamente. Que, desde luego, no era mi intención. Pero como ellos habían montado un operativo de thrillers de gángsters y policías me dio por imaginar una fuga espectacular.

Mi esposa se fue intranquila a su trabajo. A mi suegra le sobrevino una retahíla de retortijones que la tuvieron toda la mañana de tournée por el baño. Es macabro eso de asustar a una anciana tan temprano. Mi hijo Gabriel fue el único que acogió con regocijo el evento. El y yo decidimos que obviaríamos la vigilancia y disfrutaríamos el día como si fuera de fiesta.

Después de mis abluciones y evacuaciones matutinas, con toda la calma que tales requerimientos imponen, salí al balcón y comprobé que dos de ellos estaban frente al edificio. La jefatura del operativo la habían establecido en el Círculo Infantil de la esquina, y los vecinos, ya enterados del suceso, curioseaban y cuchicheaban señalando para mi casa. Detrás de una taza de café humeante y aromático me apoltroné para verlos sudar bajo el sol inclemente de mi país. A estas alturas no sabía el motivo de mi reclusión domiciliaria. No le di importancia al motivo. Podía ser cualquiera: la visita del Gran Benefactor a la fábrica de baches y salideros de Alamar, el anuncio de que una flotilla de aviones de Hermanos al Rescate vendría a socorrer náufragos, la visita de Santo Tomás de Aquino a la Catedral de La Habana; en fin, cualquier bobada en la que no deben participar los cabecillas de grupúsculos contrarrevolucionarios.

A mediodía sintonicé Radio Martí y me enteré de que se estaba acabando el mundo. No había un gusano suelto en toda La Habana. Quien no estaba en su casa, estaba en una lujosa celda de estación de policías. Aquello era la cagástrofe. Desde los días de Playa Girón, cuando se reconcentró a todos los desafectos en los stadiums de cada pueblo cubano, no se había arrestado tanta gusanera. El motivo era el juicio, a puertas cerradas, que se efectuaba contra Vladimiro Roca y sus hermanos de causa. Fue un error. Parecía una estrategia trazada para autodespretigiarse. Formaron más escándalo ellos mismos que todo el escarceo, ruido, turbamulta que pudieran haber levantado diez o doce disidentes que asistieran al juicio. Casi a medianoche, cuando suspendieron el operativo montado frente a mi casa, yo me había cansado de retozar con mi hijo Gabriel, y recuerdo que antes de dormirse, con todo el candor, la inocencia, de su alma, me había dicho: "Papá, le voy a decir a los policías que mañana tampoco te dejen salir para seguir jugando".


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