CUBANET .INDEPENDIENTE

20 de febrero, 2002


Memorias de la Plaza (XVI)

Manuel Vázquez Portal, Grupo Decoro

LA HABANA, febrero (www.cubanet.org) - La última venta sustanciosa en la Plaza de Armas la efectué a principios de 1999. Ya estaba rematando mi mercancía. Ni los mangueros vendían a más bajos precios que yo. Aquella muchacha se llevó más de cincuenta libros por el módico precio de trescientos dólares.

Era portuguesa, me dijo, y quería hacer su tesis de grado sobre el negro en la literatura cubana. La elogié por haber aprendido el castellano. El portugués me ha parecido siempre una lengua arcaica, ya se sabe, por aquello de que no participaron en la Guerra de Reconquista contra los moros y se quedaron hablando galaico-portúgues, y le hice una broma: "Tendrás que estudiar toda la literatura cubana".

- Es que hace tiempo leí Cuando la Sangre se parece al Fuego, de Manuel Cofiño, y me interesó el tema.

- Ahora comprendo tus dificultades con el castellano -le respondí, y si no hubiera sido por su voz casi suplicante hubiera dejado de atenderla.

- Los otros libreros me dijeron que usted podía ayudarme.

No sé si por vanidad o porque su inocencia me conmovió sinceramente o porque quería acabar con los libros que me quedaban, adopté una postura un tanto seráfica, un tanto profesoral y le dije:

- Está bien, pero tomemos otro camino. Manuel Cofiño López es a la literatura cubana lo que Corín Tellado a la historia de la literatura, el mundo no es tan rosado. El negro en la literatura cubana es casi la literatura cubana. Tendrá que dedicarle tiempo. ¿Qué sabes de la esclavitud y de la literatura del siglo XIX cubano?

- Nada, me respondió arrobada.

Suspiré profundo. Miré alrededor para ver si descubría cuál de mis compañeros me había mandado semejante encomienda. Ya le habían vendido Cecilia Valdés y Santa Lujuria. Con sus manitas de colegiala asustada los apretaba contra el pecho.

- El de Villaverde consérvalo; el de Marta Rojas bótalo. De los autores contemporáneos son mejores El Polvo y el Oro, de Julio Travieso y Otro Golpe de Dados, de Pablo Armando Fernández; pero no es por ahí por donde debes empezar. Te invito a un café mientras ordeno mi memoria.

Ella aceptó. Entre acordes y acordes de un grupito que imitaba a Compay Segundo fui anotando sobre una servilleta. Ella estaba expectante, como cuando se espera la calificación de un profesor severo. Sorbí un trago de café, encendí un cigarrillo y le alargué tres servilletas donde había anotado: Historia de la esclavitud de la raza negra en el nuevo mundo, José Antonio Saco; Petrona y Rosalía (primera novela sobre el tema en Cuba), Félix Tranco; Francisco, Anselmo Suárez y Romero; El Negro Francisco, Antonio Zambrana; Sab, Gertrudis Gómez de Avellaneda; Autobiografía, Juan Francisco Manzano (esclavo él mismo); además de Cecilia Valdés, El Espetón de Oro, La Joven de la Flecha de Oro, La Peineta Calada, El Diario del Rancheador, Excursión a Vuelta Abajo, Cirilo Villaverde; Romualdo, Uno de Tantos y Aponte, de Francisco Calcagno, ambas; El Rancheador, José Morrillas; Viaje a La Habana, Condesa de Merlín; En el Cafetal, Domingo Malpica; La economía en la novela cubana del siglo XIX, Enrique Sosa; El negro en la novela hispanoamericana, Salvador Bueno.

La miré mientras ella leía. Tenía los ojos azorados y todavía no había llegado a la servilleta donde yo había anotado: Los cuentos negros, Lidia Cabrera; El Negrero, Lino Novás; Ecue-yamba-o, El Reino de este Mundo, Concierto Barroco (aquí recomendaba Espejo de Paciencia, para que entendiera el origen de Golomón), Alejo Carpentier; poesía negra de Nicolás Guillén y Emilio Ballagas; pero cuando la lista se hizo más larga que una guía telefónica fue cuando le tocó a la bibliografía de Don Fernando Ortiz, empecé por Los Negros Brujos y no me detuve hasta Contrapunteo Cubano del Tabaco y el Azúcar. Deseché a otros autores que no han hecho más que resancochar a Lidia Cabrera y Fernando Ortiz e incluí algunos contemporáneos para no pecar de excluyente. Ella terminó sofocada. Era como si la pirámide de Keops le hubiera caído encima. Me pidió permiso para tomar uno de mis cigarrillos.

- Esto me costará muy caro; ¿por qué usted no me ayuda? Yo le pagaría.

- Eso te costaría más caro. Tengo muchos hijos y demasiados vicios. Vamos a mi estanquillo.

En una de las cajas que usaba para guardar mis libros le empaqueté más de cincuenta títulos, le cobré lo más barato que pude y le dije:

- Ahora todo depende de ti. No se te ocurra hacer lo mismo con la literatura brasileña.


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