Memorias de
la Plaza (XVI)
Manuel Vázquez Portal, Grupo Decoro
LA HABANA, febrero (www.cubanet.org) - La última venta sustanciosa en
la Plaza de Armas la efectué a principios de 1999. Ya estaba rematando mi
mercancía. Ni los mangueros vendían a más bajos precios que
yo. Aquella muchacha se llevó más de cincuenta libros por el módico
precio de trescientos dólares.
Era portuguesa, me dijo, y quería hacer su tesis de grado sobre el
negro en la literatura cubana. La elogié por haber aprendido el
castellano. El portugués me ha parecido siempre una lengua arcaica, ya se
sabe, por aquello de que no participaron en la Guerra de Reconquista contra los
moros y se quedaron hablando galaico-portúgues, y le hice una broma: "Tendrás
que estudiar toda la literatura cubana".
- Es que hace tiempo leí Cuando la Sangre se parece al Fuego, de
Manuel Cofiño, y me interesó el tema.
- Ahora comprendo tus dificultades con el castellano -le respondí, y
si no hubiera sido por su voz casi suplicante hubiera dejado de atenderla.
- Los otros libreros me dijeron que usted podía ayudarme.
No sé si por vanidad o porque su inocencia me conmovió
sinceramente o porque quería acabar con los libros que me quedaban, adopté
una postura un tanto seráfica, un tanto profesoral y le dije:
- Está bien, pero tomemos otro camino. Manuel Cofiño López
es a la literatura cubana lo que Corín Tellado a la historia de la
literatura, el mundo no es tan rosado. El negro en la literatura cubana es casi
la literatura cubana. Tendrá que dedicarle tiempo. ¿Qué sabes
de la esclavitud y de la literatura del siglo XIX cubano?
- Nada, me respondió arrobada.
Suspiré profundo. Miré alrededor para ver si descubría
cuál de mis compañeros me había mandado semejante
encomienda. Ya le habían vendido Cecilia Valdés y Santa Lujuria.
Con sus manitas de colegiala asustada los apretaba contra el pecho.
- El de Villaverde consérvalo; el de Marta Rojas bótalo. De
los autores contemporáneos son mejores El Polvo y el Oro, de Julio
Travieso y Otro Golpe de Dados, de Pablo Armando Fernández; pero no es
por ahí por donde debes empezar. Te invito a un café mientras
ordeno mi memoria.
Ella aceptó. Entre acordes y acordes de un grupito que imitaba a
Compay Segundo fui anotando sobre una servilleta. Ella estaba expectante, como
cuando se espera la calificación de un profesor severo. Sorbí un
trago de café, encendí un cigarrillo y le alargué tres
servilletas donde había anotado: Historia de la esclavitud de la raza
negra en el nuevo mundo, José Antonio Saco; Petrona y Rosalía
(primera novela sobre el tema en Cuba), Félix Tranco; Francisco, Anselmo
Suárez y Romero; El Negro Francisco, Antonio Zambrana; Sab, Gertrudis Gómez
de Avellaneda; Autobiografía, Juan Francisco Manzano (esclavo él
mismo); además de Cecilia Valdés, El Espetón de Oro, La
Joven de la Flecha de Oro, La Peineta Calada, El Diario del Rancheador, Excursión
a Vuelta Abajo, Cirilo Villaverde; Romualdo, Uno de Tantos y Aponte, de
Francisco Calcagno, ambas; El Rancheador, José Morrillas; Viaje a La
Habana, Condesa de Merlín; En el Cafetal, Domingo Malpica; La economía
en la novela cubana del siglo XIX, Enrique Sosa; El negro en la novela
hispanoamericana, Salvador Bueno.
La miré mientras ella leía. Tenía los ojos azorados y
todavía no había llegado a la servilleta donde yo había
anotado: Los cuentos negros, Lidia Cabrera; El Negrero, Lino Novás;
Ecue-yamba-o, El Reino de este Mundo, Concierto Barroco (aquí recomendaba
Espejo de Paciencia, para que entendiera el origen de Golomón), Alejo
Carpentier; poesía negra de Nicolás Guillén y Emilio
Ballagas; pero cuando la lista se hizo más larga que una guía
telefónica fue cuando le tocó a la bibliografía de Don
Fernando Ortiz, empecé por Los Negros Brujos y no me detuve hasta
Contrapunteo Cubano del Tabaco y el Azúcar. Deseché a otros
autores que no han hecho más que resancochar a Lidia Cabrera y Fernando
Ortiz e incluí algunos contemporáneos para no pecar de excluyente.
Ella terminó sofocada. Era como si la pirámide de Keops le hubiera
caído encima. Me pidió permiso para tomar uno de mis cigarrillos.
- Esto me costará muy caro; ¿por qué usted no me ayuda?
Yo le pagaría.
- Eso te costaría más caro. Tengo muchos hijos y demasiados
vicios. Vamos a mi estanquillo.
En una de las cajas que usaba para guardar mis libros le empaqueté más
de cincuenta títulos, le cobré lo más barato que pude y le
dije:
- Ahora todo depende de ti. No se te ocurra hacer lo mismo con la literatura
brasileña.
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