Mi
inolvidable condena
Tania Díaz Castro
LA HABANA, febrero (www.cubanet.org) - En días pasados, el fiscal
general de la República de Cuba Juan Escalona Reguera calificó de "proceso
incalificable desde el punto de vista legal y jurídico" al juicio
que se le celebró en Estados Unidos a cinco cubanos que realizaron actos
de espionaje en ese país.
No es necesario darle un calificativo a ese criterio del fiscal general,
precisamente de un país donde tantos juicios inescrupulosos se han
llevado a cabo durante décadas, sobre todo contra miembros de la oposición
pacífica, activistas de derechos humanos y periodistas independientes.
Por eso hoy quiero hablarles brevemente sobre el primer juicio del que fui víctima,
allá por 1988, que fue ordenado por el propio Fidel Castro.
Los primeros días de noviembre de ese año, mi familia y yo habíamos
recibido un telegrama para visitar a los presos políticos plantados de la
prisión Combinado del Este, quienes llevaban veinte y treinta años
de encierro.
A las nueve de la mañana de un día soleado ya estabamos en la
entrada de la cárcel. Confieso que no me percaté que el ambiente
no era el mismo de siempre. Los familiares de los prisioneros, muchos de ellos
conocidos y amigos nuestros, ya habían entrado y sólo quedaban en
el lugar algunas personas que no pude identificar.
Entregué el telegrama. Un mayor del Ministerio del Interior me dijo
en mala forma que por órdenes superiores yo no podía entrar al
recinto. Terminamos dicutiendo acaloradamente. Cuando el corpulento mayor y
dos tenientes más me tomaron por los brazos para sacarme de allí a
la fuerza, mi hijo, con unos veinte años de edad, le lanzó una
trompada en la mejilla que le hizo perder el equilibrio.
A partir de esos instantes, una brigada de respuesta rápida (algo
similar a los progrom organizados contra los judios) la emprendió a
golpes con mi hijo, mi nuera de 19 años y contra mí. Eran treinta
o cuarenta personas que habían salido no se sabe de donde. Todo había
sido preparado de antemano.
Los tres fuimos conducidos al local de la policía del municipio
Guanabacoa, muy cerca de la capital habanera. Mi padre, con más de 70 años
de edad, fue el único que pudo regresar a casa ese día. Nosotros
permanecimos en las celdas sin almorzar ni comer hasta las seis de la tarde. A
las siete de la noche fuimos llevados a un juicio en el mismo municipio, sin
abogado defensor, amigos o familiares presentes, y nos acusaron del presunto
delito de escándalo público. En mucho menos de una hora se dictó
sentencia. Ni siquiera se tomaron el trabajo de preparar pruebas y testigos
para demostrar lo indemostrable. Todo fue producto de un mecanismo diabólico
e inhumano, propio de los regímenes totalitarios, para condenar a tres
inocentes. No hubo ningún momento ni un pequeño hilo de
racionalidad.
Mi hijo fue condenado a tres meses de prisión. Mi nuera a treinta días.
Yo a un año. Durante aquel brevísimo juicio, con un tribunal
compuesto por tres o cuatro hombres que se veían nerviosos y pálidos,
sólo dije que esa condena no era por ningún escándalo público,
sino porque días antes en mi casa de Lealtad #365, en Centro Habana (sede
del Partido Pro Derechos Humanos de Cuba, primera organización opositora
fundada en la isla), habíamos hecho público en los medios de
prensa extranjeros acreditados en La Habana nuestra solicitud de un plebiscito,
como única alternativa de democratización en aquellos momentos.
A las diez de la noche ya estábamos en prisión. Mi nuera y yo
en Manto Negro. Vestidas con el uniforme azul de presa, fuimos conducidas a
celdas diferentes. Yo fui encerrada con una mujer que había asesinado a
su propia hija de seis años de edad. En esta cárcel permanecí
un año rodeada de delincuentes comunes. A los pocos meses me ofrecieron
la posibilidad del recurso de apelación que, por supuesto, rechacé.
Ese año fue muy amargo para mi, sobre todo porque quedaron completamente
solas y desamparadas mis dos hijas menores. Sin embargo, fue mucho más
amargo para Fidel Castro porque fue en 1989 que sufrió por primera vez en
su vida una isquemia cerebral. Se desplomó además el campo
socialista, desapareció el Muró de Berlín, se envió
al pelotón de fusilamiento al Héroe de la República Arnaldo
Ochoa, cayó en prisión el propio jefe del Ministerio del Interior,
José Abrahantes, donde murió de forma repentina, y en los países
socialistas -convertidos ya en naciones independientes- fueron asaltados los
edificios de la policía secreta y se hicieron manifestaciones en contra
del comunismo.
Sí, 1989 fue un año muy amargo para mi, pero lo fue muchos más
para el hombre que me llevó a la cárcel por la misma arrogante
prepotencia que sufren aquellos que históricamente se han aferrado al
poder como el macao a su caparazón.
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