CUBANET .INDEPENDIENTE

15 de febrero, 2002


Mi inolvidable condena

Tania Díaz Castro

LA HABANA, febrero (www.cubanet.org) - En días pasados, el fiscal general de la República de Cuba Juan Escalona Reguera calificó de "proceso incalificable desde el punto de vista legal y jurídico" al juicio que se le celebró en Estados Unidos a cinco cubanos que realizaron actos de espionaje en ese país.

No es necesario darle un calificativo a ese criterio del fiscal general, precisamente de un país donde tantos juicios inescrupulosos se han llevado a cabo durante décadas, sobre todo contra miembros de la oposición pacífica, activistas de derechos humanos y periodistas independientes. Por eso hoy quiero hablarles brevemente sobre el primer juicio del que fui víctima, allá por 1988, que fue ordenado por el propio Fidel Castro.

Los primeros días de noviembre de ese año, mi familia y yo habíamos recibido un telegrama para visitar a los presos políticos plantados de la prisión Combinado del Este, quienes llevaban veinte y treinta años de encierro.

A las nueve de la mañana de un día soleado ya estabamos en la entrada de la cárcel. Confieso que no me percaté que el ambiente no era el mismo de siempre. Los familiares de los prisioneros, muchos de ellos conocidos y amigos nuestros, ya habían entrado y sólo quedaban en el lugar algunas personas que no pude identificar.

Entregué el telegrama. Un mayor del Ministerio del Interior me dijo en mala forma que por órdenes superiores yo no podía entrar al recinto. Terminamos dicutiendo acaloradamente. Cuando el corpulento mayor y dos tenientes más me tomaron por los brazos para sacarme de allí a la fuerza, mi hijo, con unos veinte años de edad, le lanzó una trompada en la mejilla que le hizo perder el equilibrio.

A partir de esos instantes, una brigada de respuesta rápida (algo similar a los progrom organizados contra los judios) la emprendió a golpes con mi hijo, mi nuera de 19 años y contra mí. Eran treinta o cuarenta personas que habían salido no se sabe de donde. Todo había sido preparado de antemano.

Los tres fuimos conducidos al local de la policía del municipio Guanabacoa, muy cerca de la capital habanera. Mi padre, con más de 70 años de edad, fue el único que pudo regresar a casa ese día. Nosotros permanecimos en las celdas sin almorzar ni comer hasta las seis de la tarde. A las siete de la noche fuimos llevados a un juicio en el mismo municipio, sin abogado defensor, amigos o familiares presentes, y nos acusaron del presunto delito de escándalo público. En mucho menos de una hora se dictó sentencia. Ni siquiera se tomaron el trabajo de preparar pruebas y testigos para demostrar lo indemostrable. Todo fue producto de un mecanismo diabólico e inhumano, propio de los regímenes totalitarios, para condenar a tres inocentes. No hubo ningún momento ni un pequeño hilo de racionalidad.

Mi hijo fue condenado a tres meses de prisión. Mi nuera a treinta días. Yo a un año. Durante aquel brevísimo juicio, con un tribunal compuesto por tres o cuatro hombres que se veían nerviosos y pálidos, sólo dije que esa condena no era por ningún escándalo público, sino porque días antes en mi casa de Lealtad #365, en Centro Habana (sede del Partido Pro Derechos Humanos de Cuba, primera organización opositora fundada en la isla), habíamos hecho público en los medios de prensa extranjeros acreditados en La Habana nuestra solicitud de un plebiscito, como única alternativa de democratización en aquellos momentos.

A las diez de la noche ya estábamos en prisión. Mi nuera y yo en Manto Negro. Vestidas con el uniforme azul de presa, fuimos conducidas a celdas diferentes. Yo fui encerrada con una mujer que había asesinado a su propia hija de seis años de edad. En esta cárcel permanecí un año rodeada de delincuentes comunes. A los pocos meses me ofrecieron la posibilidad del recurso de apelación que, por supuesto, rechacé. Ese año fue muy amargo para mi, sobre todo porque quedaron completamente solas y desamparadas mis dos hijas menores. Sin embargo, fue mucho más amargo para Fidel Castro porque fue en 1989 que sufrió por primera vez en su vida una isquemia cerebral. Se desplomó además el campo socialista, desapareció el Muró de Berlín, se envió al pelotón de fusilamiento al Héroe de la República Arnaldo Ochoa, cayó en prisión el propio jefe del Ministerio del Interior, José Abrahantes, donde murió de forma repentina, y en los países socialistas -convertidos ya en naciones independientes- fueron asaltados los edificios de la policía secreta y se hicieron manifestaciones en contra del comunismo.

Sí, 1989 fue un año muy amargo para mi, pero lo fue muchos más para el hombre que me llevó a la cárcel por la misma arrogante prepotencia que sufren aquellos que históricamente se han aferrado al poder como el macao a su caparazón.


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