CUBANET .INDEPENDIENTE

13 de febrero, 2002


Memorias de la Plaza (XV)

Manuel Vázquez Portal, Grupo Decoro

LA HABANA, febrero (www.cubanet.org) - Era bella sin matrícula, sin licencia, sin compasión. Del verdor de los ojos le brotaba una humedad de floresta, un misterio de selva, un brillo de rocío. El cabello castaño, lacio: riesgoso despeñadero de miradas hasta la espalda. Largo el cuello, las piernas largas, los pechos insubordinados gritaban su odio contra las jaulas de los sostenes; la cintura un arpegio breve; y la grupa, Dios mío, valía París y todas las misas. Parecía hecha para desasosegar, para hacer desgraciado a todo el que la viera llegar y marcharse intocada, virginal.

Cuando apareció en mi ventorrillo de libros viejos en la Plaza de Armas los laureles callaron su rumor, los pájaros quedaron como congelados en su vuelo, el cistiliar del agua en la fuente perdió su iridiscencia, las otras mujeres quisieron escapar, los militares quedaron paralizados como estatuas, el aire se tornó inefable, beatífico, creí que no volvería a respirar otra vez. Era como si una ostra se hubiera abierto de repente y Boticelli diera la última pincelada al Nacimiento de Venus. Su hechizo inmovilizante me sumió en un marasmo transparente, lúcido, que me permitía verla, pero como separada por un cendal de aguas silenciosas. Enmudecí como no creí que ni la censura en mi país pudiera lograrlo.

Por el donaire de sus manos, por los ingrávidos, alados pasos de bailarina, me di cuenta que se iba, que se escapaba irremediablemente. El embrujo se rompió como pinchado por un dardo invisible. Retornó el aire a mis pulmones, las palabras a mis labios, la razón a mi mente. Me sentí resucitado. Mi alegría fue tal que con un desenfado casi pueril exclamé:

- ¡Virgen Santa, quién fuera hombre!

Al volver la cabeza el pelo centelleó, chisporroteó, se perdió tras su rostro como un atardecer. Me apuntó con los ojos a la frente. Sus labios dieron paso a todas las alturas de los amaneceres: su risa se hizo música. Me invadió otra vez la inquietud de presenciar lo divino. Me descubrí muerto de nuevo.

- Es el piropo más audaz que me han dicho en la vida -me dijo con ese deje hispánico que sólo los nacidos de la mismísima cepa española poseen.

El machón latino se apoderó de mí. "Ñoo. La maté redonda", pensé. Me alisé el cabello largo, revuelto. Mesé mi barba cerdosa, entrecana. Me figuré todo un Bradomín otoñal. Con la primera verónica ya había amansado al toro. Faltaba la estocada final. Ya sin la capa, el pecho erguido, la mandíbula desafiante, no esperé a que me embistiera. Me adelanté con el estoque en alto:

- ¿Qué prodigio puede vendérsele sin que ofenda el milagro de su belleza?.

- Vamos, tío, no te pongas cursi que me pareciste muy simpático. El papel de pícaro te va mal con el de seductor.

Y entonces nos reímos los dos como viejos conocidos. Entró a mi cuchitril como podía entrar a su habitación privada. Revolvió a su antojo. Desechaba con la soltura de quien acostumbra elegir. No parecía tener dudas, conflictos interiores. Distinguía muy bien lo valioso de lo insustancial. Separó una edición de 1800, con grabados, de los versos de Gustavo Adolfo Bécquer, luego una primera edición de El Rayo que no cesa, más tarde descubrió los dos ejemplares que me quedaban de la primera edición de The old man and the sea y apartó uno. Además de hermosura, ¿tendría dinero para pagarme? Me aterré al pensar que cuando le dijera el precio le saldrían serpientes de los cabellos, garras de las uñas; se pusiera más fea que Medusa.

- Y tuyo, ¿qué tienes tuyo? -me dijo mientras ponía, junto a lo que pretendía comprar, la edición española de Tres Tristes Tigres. Lo quiero autografiado.

Me estremeció la duda. ¿De dónde sacaba que yo escribía? ¿Sería una "agentona" que conociendo mi debilidad frente a la belleza trataba de penetrarme por el lado flaco o era un simple desplante de seductora de mercaderes para conseguir buenos precios? Quedé en vilo. Notó mi embarazo.

- Tú denuncias al poeta que te habita. Fue ella la cursi entonces.

Hice un mohín de niño atrapado en falta. Tuve el valor de mirarle fijo a los ojos y había tanta diafanidad en ellos que atomizó mis dudas, mis recelos, mis preocupaciones. Entré de lleno en las negociaciones. Calculé lo que había seleccionado para darle una cifra redonda con posibilidades de regateo. No regateó. Extrajo siete billetes de cien dólares y al alargármelos me dijo, citando de memoria al lazarillo de Tormes:

- Ya mañana puedes invitarme a almorzar en "esta casa lúgubre y oscura donde no se come ni se bebe".

EPILOGO

Al otro día almorzamos en La Terraza de Cojímar. Le conté todo lo que sabía de la vida de Hemingway en Cuba. Le regalé un ejemplar de Del Pecho como una Gota, mis espinelas veinteañeras, y le rogué que fuera piadosa con ellas. Entonces no sabía que era canaria y amaba las décimas. Una carta fechada y firmada en Londres por poco me cuesta el divorcio. Decidí olvidarla, olvidarme.


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