Memorias de
la Plaza (XV)
Manuel Vázquez Portal, Grupo Decoro
LA HABANA, febrero (www.cubanet.org) - Era bella sin matrícula, sin
licencia, sin compasión. Del verdor de los ojos le brotaba una humedad de
floresta, un misterio de selva, un brillo de rocío. El cabello castaño,
lacio: riesgoso despeñadero de miradas hasta la espalda. Largo el cuello,
las piernas largas, los pechos insubordinados gritaban su odio contra las jaulas
de los sostenes; la cintura un arpegio breve; y la grupa, Dios mío, valía
París y todas las misas. Parecía hecha para desasosegar, para
hacer desgraciado a todo el que la viera llegar y marcharse intocada, virginal.
Cuando apareció en mi ventorrillo de libros viejos en la Plaza de
Armas los laureles callaron su rumor, los pájaros quedaron como
congelados en su vuelo, el cistiliar del agua en la fuente perdió su
iridiscencia, las otras mujeres quisieron escapar, los militares quedaron
paralizados como estatuas, el aire se tornó inefable, beatífico,
creí que no volvería a respirar otra vez. Era como si una ostra se
hubiera abierto de repente y Boticelli diera la última pincelada al
Nacimiento de Venus. Su hechizo inmovilizante me sumió en un marasmo
transparente, lúcido, que me permitía verla, pero como separada
por un cendal de aguas silenciosas. Enmudecí como no creí que ni
la censura en mi país pudiera lograrlo.
Por el donaire de sus manos, por los ingrávidos, alados pasos de
bailarina, me di cuenta que se iba, que se escapaba irremediablemente. El
embrujo se rompió como pinchado por un dardo invisible. Retornó el
aire a mis pulmones, las palabras a mis labios, la razón a mi mente. Me
sentí resucitado. Mi alegría fue tal que con un desenfado casi
pueril exclamé:
- ¡Virgen Santa, quién fuera hombre!
Al volver la cabeza el pelo centelleó, chisporroteó, se perdió
tras su rostro como un atardecer. Me apuntó con los ojos a la frente. Sus
labios dieron paso a todas las alturas de los amaneceres: su risa se hizo música.
Me invadió otra vez la inquietud de presenciar lo divino. Me descubrí
muerto de nuevo.
- Es el piropo más audaz que me han dicho en la vida -me dijo con ese
deje hispánico que sólo los nacidos de la mismísima cepa
española poseen.
El machón latino se apoderó de mí. "Ñoo. La
maté redonda", pensé. Me alisé el cabello largo,
revuelto. Mesé mi barba cerdosa, entrecana. Me figuré todo un
Bradomín otoñal. Con la primera verónica ya había
amansado al toro. Faltaba la estocada final. Ya sin la capa, el pecho erguido,
la mandíbula desafiante, no esperé a que me embistiera. Me adelanté
con el estoque en alto:
- ¿Qué prodigio puede vendérsele sin que ofenda el
milagro de su belleza?.
- Vamos, tío, no te pongas cursi que me pareciste muy simpático.
El papel de pícaro te va mal con el de seductor.
Y entonces nos reímos los dos como viejos conocidos. Entró a
mi cuchitril como podía entrar a su habitación privada. Revolvió
a su antojo. Desechaba con la soltura de quien acostumbra elegir. No parecía
tener dudas, conflictos interiores. Distinguía muy bien lo valioso de lo
insustancial. Separó una edición de 1800, con grabados, de los
versos de Gustavo Adolfo Bécquer, luego una primera edición de El
Rayo que no cesa, más tarde descubrió los dos ejemplares que me
quedaban de la primera edición de The old man and the sea y apartó
uno. Además de hermosura, ¿tendría dinero para pagarme? Me
aterré al pensar que cuando le dijera el precio le saldrían
serpientes de los cabellos, garras de las uñas; se pusiera más fea
que Medusa.
- Y tuyo, ¿qué tienes tuyo? -me dijo mientras ponía,
junto a lo que pretendía comprar, la edición española de
Tres Tristes Tigres. Lo quiero autografiado.
Me estremeció la duda. ¿De dónde sacaba que yo escribía?
¿Sería una "agentona" que conociendo mi debilidad frente a
la belleza trataba de penetrarme por el lado flaco o era un simple desplante de
seductora de mercaderes para conseguir buenos precios? Quedé en vilo. Notó
mi embarazo.
- Tú denuncias al poeta que te habita. Fue ella la cursi entonces.
Hice un mohín de niño atrapado en falta. Tuve el valor de
mirarle fijo a los ojos y había tanta diafanidad en ellos que atomizó
mis dudas, mis recelos, mis preocupaciones. Entré de lleno en las
negociaciones. Calculé lo que había seleccionado para darle una
cifra redonda con posibilidades de regateo. No regateó. Extrajo siete
billetes de cien dólares y al alargármelos me dijo, citando de
memoria al lazarillo de Tormes:
- Ya mañana puedes invitarme a almorzar en "esta casa lúgubre
y oscura donde no se come ni se bebe".
EPILOGO
Al otro día almorzamos en La Terraza de Cojímar. Le conté
todo lo que sabía de la vida de Hemingway en Cuba. Le regalé un
ejemplar de Del Pecho como una Gota, mis espinelas veinteañeras, y le
rogué que fuera piadosa con ellas. Entonces no sabía que era
canaria y amaba las décimas. Una carta fechada y firmada en Londres por
poco me cuesta el divorcio. Decidí olvidarla, olvidarme.
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