Para que
nadie lo olvide
Tania Díaz Castro
LA HABANA, febrero (www.cubanet.org) - El propio Che Guevara se encargó
de decirlo en las Naciones Unidas en diciembre de 1965: "Sí, estamos
fusilando y seguiremos fusilando a todos los que se opongan a la revolución".
Hoy, al cabo de varias décadas, mi entrevistada, una anciana
santiaguera de la raza negra que visita mi casa, se encarga de recordarlo. Pude
notar que sus manos tiemblan cuando sostiene el vaso de agua que me pidió.
¿Tiene miedo?
Ella responde como si adivinara mis pensamientos: "No puede decir mi
nombre. Se lo ruego. La Seguridad del Estado me molestaría allá,
en mi casa de Santiago de Cuba, y tengo hijos, nietos a los que puedo perjudicar".
Luego, comenzó su relato. Doloroso aún para ella, tremendo y
macabro para mí.
"Si se lo cuento es para que nadie se olvide. Arístides López
Toledano era el hijo menor de Eudárica Toledano. Vivían en la
calle Pío Rosado #161, en el mismo Santiago. El era simpático, de
buen carácter. Quería tanto a su familia (padres y dos hermanas
menores) que trabajó desde muy jovencito como mecánico automotriz
para ayudar en la casa. Tenía 25 años de edad cuando lo mataron
como a un perro por orden de Raúl Castro (actual segundo secretario del
Partido Comunista de Cuba y ministro de las Fuerzas Armadas Revolucionarias) y
lo enterraron de la misma forma.
"Fui su novia unos meses antes de que Arístides se hiciera
soldado del ejército (en tiempos de Fulgencio Batista) allá por el
año 1958. Planeábamos casarnos porque yo sospechaba que llevaba en
su vientre un hijo suyo. Pero el 12 de enero de 1959 lo fusilaron, junto a 70
soldados más. Todos fueron enterrados como perros. Si se convirtió
en soldado fue porque en Santiago muchos simpatizaban con Batista. Es la verdad.
Además, en el ejército pagaban bien, y Arístides era muy
joven, muy inmaduro. Recuerdo que en la prensa llamaban "bandidos" a
los rebeldes y hasta "muerde y huye".
"El mismo primero de enero de 1959, con el triunfo revolucionario de
Fidel Castro, Arístides, como tantos otros soldados, entregó su
arma y su uniforme. A cambio le dieron un salvoconducto. Por aquellos días
hacíamos una vida bastante normal, hasta que lo sacaron de su casa en la
madrugada del 11 de enero y lo llevaron a la prisión de Boniato, según
los rebeldes, para celebrarle un juicio.
"A mí me avisaron enseguida y antes de que amaneciera ya estaba
a la puerta de la prisión. Aunque no me permitieron verlo, ni siquiera
por última vez, allí permanecí todo el día atenta a
todos los movimientos de los guardias. Al caer la tarde, escuché una
intensa ráfaga de tiros en el interior del penal. A las pocas horas
salieron dos camiones tapados y al pasar por mi lado sentí un horrible
olor a sangre. Casi se me paralizó el corazón. Me dio por llorar.
Presentí que Arístides iba allí, muerto, y fue así.
"Al día siguiente salió en el periódico de
Santiago que setenta y un soldados habían sido ajusticiados a nombre del
pueblo. En la lista de nombres estaba Arístides López Toledano. A
los pocos días ya conocíamos todos los detalles del enterramiento.
Los rebeldes abrieron una zanja de unos trescientos metros de largo en las
afueras de Santiago de Cuba, en el reparto San Juan. Allí fueron echados
los cadáveres, sin identificación alguna. La mayoría eran jóvenes
de la raza negra".
Mi entrevistada se detiene. Hay lágrimas en sus ojos. A pesar del
tiempo el recuerdo la entristece. Luego continúa diciéndome que a
los dos años la familia López Toledano realizó trámites
en La Habana con el fin de solicitar los restos de Arístides. Pero fue inútil.
Sin embargo, en octubre de 1963 el ciclón Flora abrió la zanja
de San Juan y muchos de los restos de aquellos jóvenes flotaron sobre las
aguas durante días. Desde entonces, nadie duda de que los setenta y un
soldados fusilados el 12 de enero de 1959 habían sido enterrados en esa
zona, considerada como un cementerio, no de antiguos vándalos de
principios de la era cristiana, sino como el camposanto más bárbaro
del régimen de Fidel Castro, porque fue la propia Madre Naturaleza la que
se encargó de reclamar su humanidad.
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