CUBANET .INDEPENDIENTE

6 de febrero, 2002


Memorias de la Plaza (XI)

Manuel Vázquez Portal, Grupo Decoro

LA HABANA, febrero (www.cubanet.org) - El Maleconazo fue un hecho fortuito, inesperado. Las autoridades castristas no se lo sospechaba; la disidencia interna no estaba preparada para ello, no se lo había propuesto, ni supieron ponerse al frente de una explosión social espontánea que hubiera podido significar el inicio del gran cambio. Todo se disolvió en la emigración masiva que recibiera el nombre de Crisis de los Balseros.

Para entonces ya yo vendía libros viejos en la Plaza de Armas. Gabriel apenas si había cumplido los cinco meses de nacido, y mi preocupación fundamental era garantizarle "la malanga". No creía que tuviera que marcharme de mi país. Mal que bien, aquí estaba mi familia, mi origen, mis pesares, mis sueños. Si alguien debía irse no era yo. Eran aquellos a quienes el pueblo ya no quería, aquellos que habían puesto al país en una situación tan precaria, tan lamentable.

Los que se aventuraron en las embarcaciones más increíbles fueron recluidos en la Base Naval de Guantánamo, donde permanecieron por varios meses en condiciones de campamento de refugiados. Mis amigos más íntimos conocían mi manera de pensar. No faltó el que fuera a mi casa para que me enrolara en la tripulación de un barco, "con todas las condiciones", me aseguró, que partiría esa misma noche. Le dije que me quedaba, que si algo debía hacer era no irme, que si todo el mundo se iba, a Castro le sería más fácil. Me dediqué, desde tierra, a observar el tragicómico espectáculo. La gente fabricaba balsas en los jardines, canjeaban automóviles por una batea con motor, dejaban sus casas a quienes les propiciara el primer artefacto flotante que los condujera hasta un guardacostas norteamericano, hacían fiestas de despedidas que se convertían en verdaderas manifestaciones públicas de júbilo, decían adiós a la multitud que desde la costa los despedía con una mezcla de euforia y temor. Esta vez no hubo actos de repudio ni tiradera de huevos, no hubo bandos enfrentados por la manipulación oficial. No eran los tiempos del Mariel. Más bien el pueblo estaba dispuesto a enfrentarse al poder. Las casas apedreadas no fueron las de quienes se iban.

La presión de la caldera social escapó por la válvula de Guantánamo. Una vez más, las riendas del poder se mantuvieron en las mismas manos, pero Cuba ya no volvería a ser la misma. Se hablaría mal de los tarecos que nos vendían los rusos, se abrirían las puertas al turismo internacional, se permitiría la entrada de capital extranjero, el primer ministro asistiría de civil a eventos internacionales. Algo se iba logrando.

Apareció la prensa independiente. El Buró de Prensa, dirigido por Yndamiro Restano; Habana Press, dirigida por Rafael Solano; la APIC, dirigida por Néstor Baguer; Cuba Press, dirigida por Raúl Rivero. A finales de 1995 ya las cuatro agencias enviaban sus despachos al extranjero. Este sí era "un salidero" para el cual el gobierno no tenía tapón. Muchos periodistas oficiales se involucraron, y la prensa independiente cobró una importancia y una resonancia que hasta entonces el movimiento disidente cubano no había conocido.

El gobierno reaccionó con crudeza. Fue en vano. La prensa independiente aún existe, y gracias a ella, alguna que otra tarde como caliente, la policía política me visita para prohibirme acudir a algún sitio, o para reiterarme que hasta que no cese de escribir no me otorgarán el permiso de salida que, aunque parezca un juego, ya llevan un año y cuatro meses negándome.

Entre la venta de libros viejos y la prensa independiente he gastado una buena decena de años. La Plaza la abandoné porque ya no era negocio. La prensa independiente no la he abandonado porque nunca fue un negocio. Y aún sueño, a pesar del picadillo de soya, la polineuritis, el dengue hemorrágico y los camellos, escribir una novela donde se entrecrucen historias y personajes que sólo habiendo vivido el dantesco fin de siglo cubano puede concebirse. Será un relato tremebundo, pero divertido, se los aseguro, aún no han podido matarme el sentido del humor.


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