Memorias de
la Plaza (X)
Manuel Vázquez Portal, Grupo Decoro
LA HABANA, febrero (www.cubanet.org) - Desde la mañana en que Calixto
Alcaide fue a visitarme, a nombre de la UNEAC y de la Contrainteligencia a la
Plaza de Armas supe que mi suerte como escritor estaba echada. Mis libros se
pudrirían en las gavetas de las editoriales, mi nombre sería
borrado de las listas benefactoras y añadido a otras nóminas menos
cómodas. Podía despedirme de invitaciones a festivales y
recepciones, de nombramientos como jurado o miembro de comisiones y hasta del
saludo de algunos intelectuales que, sabiéndose eternamente bajo
sospecha, se abstendrían de hacerlo, más por temor que por
convicciones.
Era un hecho que me había pasado al bando de los enemigos. Si
publicaba en libelos de Miami, si escribía sobre temas que los periódicos
oficiales no se atrevían a tocar, si vivía al margen de las
orientaciones del Partido para vadear un momento difícil de la Revolución,
no cabía dudas de que yo era "un gusano de mierda", "un
intelectual mediocre", "un tipo que nunca estuvo claro".
Así fue. Mi libro "Amar a fondo", que resultara premiado en
el concurso Ismaelillo de la Unión de Escritores en 1984, no ha sido
publicado; mi novela "Una guerra oscura por los sueños", que
fuera premiada en el concurso La Edad de Oro de 1985, no se ha imprimido; mi
poemario "Fábrica de antojos", también premio de La Edad
de Oro en 1993, no se ha editado. Cualquiera diría, a estas alturas, que
nunca existí como escritor. Para ello no fue necesario que la Policía
Política o que el Ministerio de Cultura o que el Partido emitiera una
resolución o un decreto o una disposición, simplemente cuando se
supo que yo era periodista independiente le cayó la calambrina al más
pinto de la paloma.
Asumí, sin dolor ni rencores, mi nuevo status. Estaba convencido de
que con el tiempo las autoridades culturales de mi país hablarían
de madurez, de tolerancia, de pluralidad, y aunque lo hicieran demagógicamente,
obligados por los vuelcos económicos y sociales que se producirían,
los intelectuales cubanos saldrían ganando; y eso me reconfortaba, era
parte de lo que me había impulsado. Y con el tiempo he visto hacerse
realidad aquellos versos apócrifos de Wichi Nogueras: "Se podrá
viajar a Francia / y tener un maquinón / y meterse a maricón /
sin perder la militancia". Eran demasiados los escritores y artistas que
abandonaban las filas rojas. Desertaban de viajes oficiales, se agenciaban
contratos sin regreso, conseguían becas intemporales, se buscaban
invitaciones, se arriesgaban en balsas. Hubo quien denominara este éxodo
como exilio rosado o de baja intensidad, pero lo cierto es que las arcas
intelectuales cubanas se estaban trasladando de paisaje.
Las autoridades culturales se apresuraron a "coger la gotera". Se
desató una alocada carrera rescatista. Reconocimientos, premios, viajes,
cargos públicos para los olvidados, los preteridos, los estigmatizados.
Aquí no ha pasado nada. Los errores de las administraciones anteriores no
se repetirán. La libertad de expresión es total. La censura no
existe.
Mientras tanto, yo vendía libros viejos en la Plaza de Armas. Los
nuevos afortunados en la nueva política de rescate, sobre todo aquellos
furibundos izquierdistas que ya no eran muy necesarios, venían con los
ejemplares de sus bibliotecas, solapados en un portafolios de los buenos
tiempos, para hacer una transacción rápida y sin la pérdida
de la imagen de intelectual bienaventurado. Despotricaban un poco contra el
gobierno para congraciarse conmigo, me agradecían los "fulitas"
que les pagaba por sus libros y luego, si los encontraba en lugares públicos,
comprometedores, adoptaban posturas ensimismadas, distantes, que les permitían
eludir el saludo.
Fue el momento en que, después de más de veinte años de
veda, se reimprimieron los libros de Lezama, de Piñera, de Dulce María
Loynaz. Aparecieron antologías que incluían a Gastón
Baquero, Heberto Padilla, Severo Sarduy. Si por un lado esto benefició mi
negocio del libro en la Plaza (no podría calcular los ejemplares de "La
carne de René" o de "Paradiso" o de "Jardín"
que vendí), por el otro, lo perjudicó. La proliferación de
las reediciones abarató las ediciones más antiguas y éstas
habían sido mi fuerte desde que empecé en el negocio. Pero, como
dice el vulgo, nada es eterno y ya se avecinaban decretos, disposiciones,
restricciones que harían del negocio en la Plaza un empleo tortuoso.
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