Memorias de
la Plaza (IX)
Manuel Vázquez Portal, Grupo de Trabajo Decoro
LA HABANA, enero (www.cubanet.org) - El mercado del libro viejo en la Plaza
de Armas me puso en contacto con el verdadero rostro de la realidad cubana.
Sumido como estaba en el mundo de los cárieles y las fábulas jamás
hubiera podido columbrar las dimensiones de la tragedia nacional. Aunque ya no
creía en los discursos oficiales, todavía tenía una imagen
idílica de la vida en el país. A mi encontronazo con la gente que
batallaba por sobrevivir debo la clarificación y radicalización de
mis ideas. No fue en el claustro, las tertulias, las bibliotecas, que descubrí
la verdadera geografía del socialismo cubano.
Tras el ejército de vendedores de libros viejos se parapetaban otros
ejércitos que iban a la Plaza de Armas a librar sus batallas de vida o
muerte cotidianamente. Entre la muchedumbre pasaban inadvertidos los
expendedores de tabaco y ron que, con anillas, sellos, marcas, estuches
falsificados, vendían desde Cohibas hasta Guayabitas del Pinar; pasaban
inadvertidas las jineteras: meretrices de alto vuelo o puticas de bajo costo;
hembras apetecibles o adefesios inmirables; pasaban inadvertidos los Donjuanes,
Casanovas, Bradomines que se apostaban al acecho de europeas solitarias que
desearan llevarse al primer mundo un animalito afectivo, doméstico y
parlante; pasaban inadvertidos los gigoló de poca monta que se ofrecían
como guías de la ciudad y terminaban en las habitaciones de jamonas que
no conciliaban el sueño si antes no les sobaban las espaldas; pasaban
inadvertidos los pingueros, así con toda la crudeza de su nombre, que
complacían a los más exigentes homosexuales venidos de allende los
mares; pasaban inadvertidos los mendigos: ancianas, mutilados, niños,
locos, fañosos; pasaban inadvertidas cartománticas, pitonisas y
hasta gitanas tropicales.
En los primeros momentos me sentía aturdido, agredido en mi pudor,
asaltado en mi espacio, acorralado en una jungla desconocida y peligrosa; era
como si me hubieran, bajo un estado de inconciencia, trasladado a otro mundo. No
sabía cómo contemporizar con tan variada fauna.
Fue Sandalio, uno de los mangueros, quien, quizás en pago a mis
lecciones sobre los libros, me introdujo de una manera práctica y sensata
en el universo de mis nuevos vecinos. Me aconsejó que no les temiera, los
rechazara o ignorara, que bien usados podían serme útiles. Me
explicó entonces el intríngulis: "Tú permites que
ellos se enmascaren en tu puesto, hagan sus estadías sin levantar
sospechas de la fiana, liguen sus puntos, y cuando consigan su pan, te los traen
para que tú les vendas algo. ¿Viste? Es fácil y te da
ganancia, y sobre todo, no te los echas de enemigos. Pura filosofía de
sobrevivencia. ¿Entiendes?"
Me aterró la idea de estar atrapado en una mecánica de Ghetto,
pero ya estaba montado en el burro. Y no fue una experiencia humana
desagradable. Todo lo contrario. Aprendí que la solidaridad entre las
personas no debe ser excluyente, que en todos los estratos hay valores muy auténticos
y reconfortantes para el espíritu, que la mayor parte de ellos estaban
moralmente en desacuerdo con sus oficios, pero que la realidad se los imponía
como una tabla de salvación.
En menos de seis meses ya las jineteras traían a mi ventorrillo a sus
"pepes", los gigoló traían a sus "pepas"; con
los vendedores de tabaco y ron tenía intercambios de clientes por pequeñas
comisiones, y a los mendigos les regalaba su fulita cuando los días les
iban mal. Era un intercambio tan legítimo como los tratados comerciales
que puedan sostener dos naciones dueñas de sus recursos naturales, sólo
que sin tanto protocolo ni representatividad.
Pero lo más ventajoso de la populosidad que alcanzó mi
cuchitril de libros viejos fue que también podían pasar
inadvertidos ciertos "elementos contrarrevolucionarios" que iban a
llevarme informaciones que luego yo convertía en artículos, crónicas,
comentarios que se escuchaban por Radio Martí o se leían en
CubaNet sin que nadie supiera, entre aquella barahúnda de gente, quiénes
eran los que me las llevaban.
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