La
Nochebuena (II parte. Final)
(I PARTE)
Oscar Mario Gozález, Grupo Decoro
LA HABANA, diciembre (www.cubanet.org) - Si bien el árbol navideño
ha invadido de luz nuestros corazones, la Nochebuena se movió con mucha
mayor lentitud, por muchas razones.
La mayoría de nuestros jóvenes no conocen siquiera el
significado de esta festividad. Ello es penoso, porque para el cubano la
Nochebuena siempre fue la fiesta de todas las fiestas. Símbolo de paz y
amor, a cuyo sublime imperio se sometían todos los cubanos: negros,
blancos, ricos y pobres, católicos, protestantes y masones; ortodoxos,
auténticos, liberales y comunistas.
Se celebraba en todos los hogares de todos los pueblos y ciudades, aunque
para muchos y para mí cobraba su mayor atractivo y esplendor en los
campos de nuestro país, en el hogar del guajiro de monte adentro.
Allí, donde la campiña muestra sus colores, arrulla la palma y
el canto de las aves se confunde con el susurro del arroyuelo, en una sinfonía
de luces, música y color.
Ese día, cuando el sol naciente era apenas una claridad en el
horizonte, la familia se despertaba, pero no al "cantío" del
gallo, como era usual, sino ante el angustioso y último quejido del
cochino cebado con esmero para la ocasión con palmiche y salcocho casero.
Ya en la puya el lechón, relleno de congrí a medio hacer, se
iba volteando sobre un lecho ardiente de leña encendida, al cual se
arrojaban algunos gajos de guayabo. El frecuente goteo de grasa con sabor a
adobo sobre las hojas del guayabo levantaba una corriente de humo que penetraba
en la carne del cerdo y del relleno, impregnándolos de un aroma delicioso
y un sabor peculiar. El aire circundante se saturaba de un olor que despertaba
el apetito de la familia. Apetito que se mitigaba con salidos de "gandinga",
elaborada a base de ajo, cebollas, comino y tomate natural. Mientras el puerco
se doraba en el lento infierno de fuego y cenizas, los asadores, como buenos
guajiros, cantaban canciones y tonadas entre tragos de aguardiente y anécdotas
de hombres.
A medida que el sol se agotaba, y antes de ocultarse tras los montes de
cedros y júcaros, se iniciaban los preparativos de la cena.
La mesa, si se prefería, se sacaba al patio. Lo más cerca
posible de la puerta aledaña al fogón, debajo del viejo algarrobo.
Sobre el suelo del patio la mesa; sobre ella el mantel de hule floreado para las
grandes ocasiones, y en el centro el quinqué de luz brillante (kerosén).
A lo largo y ancho de la mesa la retahíla de taburetes de cuero. Tantos
como fueran necesarios y siempre algunos de más, por si algún
compadre se aparecía.
El mojo, cargado de jugo de limón y naranja agria, abundante en ajo y
comino, se regaba sobre la yuca cremosa. El "fufú" de plátano
tierno y pintón mezclado con chicharrones de puerto acabados de freír;
la ensalada de tomate y lechuga, y mucho casabe remojado. La botella de
aguardiente para los hombres y el anís para las mujeres. Para los niños,
refrescos de tamarindo o jugo de naranja endulzado con azúcar o miel de
caña.
La familia entera a la mesa, sin que faltasen los dos perros del guajiro y
el gato de su mujer. Los únicos ausentes eran el gallo, las gallinas y
sus polladas, debido a la manía de dormir temprano. Esa noche los perros,
entre tantos huesos, escogían el preferido, mientras el gato sólo
aceptaba el cacho de masa limpia que le ofrecía la mujer.
Entonces la familia, que a fuerza de convivencia no tenía muchos
temas de conversación, reía, gozaba y hablaba sin cesar. Se
sacaban a relucir anécdotas perdidas en el tiempo y guardadas por la
memoria en el baúl de los recuerdos.
Era, tal vez, el único día del año en que el padre de
familia se tomaba unos tragos de más delante de los hijos y los nietos. Y
que éstos, a su vez, gastaban una broma respetuosa con el padre y el
abuelo. Era, en fin, el día de la paz y el amor. Noche en la que como en
ninguna otra se llenaba el cielo de estrellas curiosas que anhelaban ser
testigos de la felicidad. Y entre tantas estrellas siempre brillaba con mayor
fulgor aquélla que anunciaba la esperanza.
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