El Grito de
Yara
Manuel Vázquez Portal, Grupo Decoro
LA HABANA, abril (www.cubanet.org) - Vivir en Cuba es un castigo. Los
gobernantes lo saben. Y como castigo usan la permanencia de ciertas personas en
la isla. Castigan con vivir aquí a los que se le han opuesto y quieren
marcharse, castigan a los familiares de los deportistas que abandonan sus
delegaciones en otros países, castigan a las familias de los funcionarios
que deciden exiliarse cuando viajan al extranjero.
No es sólo a los periodistas independientes o a los opositores políticos
a quienes se les niega el permiso de salida del país. El castigo de
permanecer en la isla se extiende a toda persona que de una manera u otra haya
infringido las reglas del paraíso.
Parece paradójico, pero es una realidad. El mismo país que la
prensa oficial y sus gobernantes pintan como un paraíso es infierno a la
vez. ¿Cómo puede el paraíso ser un castigo? Pues sí.
Las autoridades cubanas son así de contradictorias. Castigan con el paraíso
obligando a vivir en él.
Yara Luisa Domínguez García, vecina del Edificio A-54,
apartamento D-12, en la Zona 1 de Alamar, lleva once años castigada a
vivir en el paraíso. Su hijo Boris también ha sufrido la condena,
y su hijo Pavel lo resistió hasta el año 2000 cuando decidió
fugarse en una balsa.
Boris y Pavel -cualquiera diría que sus padres amaban la sovietología
en el momento en que los bautizaron con esos nombres- eran unos niños
cuando su padre, Jaime Ferrandiz Mesa, director de producción de
Plubicitur, decidió pedir asilo en Gander. Era el año 1990.
En 1991, Yara y sus dos hijos ya tenían visa para partir hacia
Estados Unidos. Ah, pero eran esposa e hijos de un traidor, de un desertor.
Ellos pagarían por la osadía de su padre. La Dirección de
Inmigración y Extranjería de Cuba les negó el permiso de
salida.
Han pasado once años desde entonces. Yara fue perdiendo la lozanía
de la piel y el brillo de los ojos; Boris trocó su sonrisa infantil por
una hosca, amarga expresión en el rostro; Pavel prefirió jugarse
la vida en el mar antes que seguir siendo un preso del paraíso.
El día que encontré a Yara su vida era un grito desesperado.
Sabe que su nieta, culpable de nada, tendrá que atravesar la misma ordalía
que sus hijos. Será la "gusanita" del barrio, la sospechosa en
la escuela, la amiguita peligrosa de los otros niños. ¿Qué
hacer frente a tanta crueldad? ¿Permitir que la niña use la pañoleta
y que diga que quiere parecerse a quienes han castigado a su abuela y a su padre
por tanto tiempo?
Yara clama por un poco de justicia. Pero no hay institución a la cual
acudir, no hay abogado que pueda defender sus derechos, no hay camino que
escoger.
Yara conoce las estratagemas para seguirla castigando. Recuerda que en 1994,
cuando ya sus hijos habían arribado a la edad militar, y por tal razón
no podían abandonar el país, la llamaron desde las oficinas de
Inmigración y Extranjería para informarle que podía
marcharse. No supo con qué palabrota calificar tal acto de cinismo. Parecía
una burla macabra.
En abril de 2001 solicitó asilo por medio del programa de refugiados
en la Sección de Intereses de Estados Unidos en La Habana. Le
respondieron que su caso no clasificaba. No sabe qué hacer y sólo
teme que su nieta, cuando crezca, tome el ejemplo de su tío Pavel y se
lance al mar.
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