Nestor Díaz De Villegas. Apr. 12, 2002.
El Nuevo Herald.
"Boarding Home''; ''Little Havana Memorial Park''; ''Ciudad Mágica:
poemas de Miami escritos en el manicomio''. Se los considera ejemplos de
literatura cubana del exilio. Podrían ser considerados, al mismo tiempo,
ejemplos de literatura disidente norteamericana. No hablan en el idioma de la
metrópolis; no pueden compartir la visión triunfalista del
inmigrante. En Cuba, aquello del ''norte revuelto y brutal'' es apenas una frase
hueca: sólo quienes lo vivieron en carne propia, como Guillermo Rosales,
Esteban Luis Cárdenas y Leandro Eduardo Campa, pueden comunicarnos lo que
tiene de cierto.
¡Qué norteamericana la luna sobre el mar!, es un verso memorable
del libro Little Havana Memorial Park, del poeta Leandro Eduardo Campa, quien,
al parecer, ha muerto en las calles de Miami sin dejar huella.
Vivió de homeless en terminales de ómnibus y casetas de
salvavidas de la Playa; acampó en el parque de la 8 avenida y la Tercera
calle del South West, rodeado de esos personajes callejeros que luego veríamos
desfilar por sus versos. En el célebre ''quicio de los atardeceres''
compartía una colada ritual con los habituales de una tertulia que no
pasará a la historia de la literatura.
Escribió en el reverso de los especiales de La Mía
Supermarket, con letra rápida y tortuosa, porque siempre le faltaba donde
apoyarse. Lo recuerdo buscando asiento en el hueco de unas raíces, en el
banco roto de una parada; enfundado en sus eternos sacos de segunda mano, hasta
en los meses de calor, con una edición en rústica de Nietzsche, o
de Locke, bajo el brazo; el Maribel apestoso injertado a una pipa de plástico;
sosteniendo una completa de la fonda Rodolfo en una mano y sus preciosos papeles
en la otra. Por las páginas de Memorial Park se pasean prostitutas y
policías; clérigos y apuntadores de bolita; Ronald Reagan y un
fregador de platos; el ingeniero enloquecido que construyó un Batmóvil
con los despojos de un Camaro viejo; Prenda Fu, el vendedor de joyas falsas; Mr.
Dinero, el capitalista que levantó un imperio de lavanderías automáticas;
y otros que sería mejor no nombrar aquí.
Algunos de los personajes y de las situaciones son tan reales que, luego de
la aparición del libro --gracias a la pequeña editorial que Pedro
Damián creó, con mil esfuerzos, para publicarlo--, el poeta tuvo
miedo de volver al barrio. Al final no pasó nada, y la turba orgullosa de
filósofos populares, de conocedores de una vida a la que el exilio no
accederá sino en sus libros, brindó con café, en vasitos de
styrofoam, por el éxito ''mundial'' de uno de los suyos.
En los círculos de literati, aparte de una invitación a leer
en la Feria del Libro, tampoco pasó nada. El poeta estaba convencido de
que había escrito una obra maestra, pero los editores no se tragaron el
anzuelo. Traía en la alforja un libro de cuentos, El Diario de un
estafador sentimental o El vendedor de fantasía, en el que abundaba sobre
la vida del ghetto. El estilo era una mezcla de Vargas Vila y Hemingway, imbuido
de esa certeza única que poseyó el escritor Eduardo Campa para
investir al lenguaje con las aspiraciones fallidas de sus sujetos, sin rebajarse
jamás a la parodia.
Reescribió el Diario muchas veces. En la última versión
que conocí, cuando lo pasó a máquina, aprovechando una
breve estadía en un apartamento del Plan 8, Shakespeare se le aparecía
al cuentista en un maleficio; una testigo de Jehová trataba de
convertirlo, en una brumosa estación de trenes del downtown; mujer y
marido lo persiguen por el parqueo de Kmart, reclamando la devolución de
su dinero. El autor, nieto de chinos y mulatos de Centro Habana, escribió
también, en los años 70, Calle Estrella y otros poemas, que
conservo entre otros de sus manuscritos originales.
Los esfuerzos de amigos y conocidos por averiguar el paradero de Eddy Campa
no han arrojado resultados hasta el momento. Desde hace seis meses nadie sabe qué
ha sido de él. Padecía de indigestiones, fumaba mucho, y los últimos
que lo vieron por el quicio de los atardeceres dicen que cargaba un catéter
de diálisis y que sus riñones, cansados de la mala vida, se habían
rendido.
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