CUBANET .INDEPENDIENTE

28 de septiembre, 2001


¿Máquina pa' La Habana, paisano?

Héctor Maseda, Grupo Decoro / CubaNet

LA HABANA, septiembre - Llevaba días planificando visitar la ciudad de Pinar del Río para atender asuntos personales. Tenía la experiencia de lo riesgoso que resulta utilizar el servicio nacional de transporte por ómnibus interprovinciales de Cuba (ASTRO), ya que es como emprender el camino hacia el paraíso, sorteando los obstáculos que conducen al infierno.

En La Habana obtuve el pasaje con suficiente antelación. Además, con la intención de garantizar el regreso, telefoneé a dos amigos que residen en aquella región para que me sacaran boleto de vuelta y, de esta manera, tener el retorno libre de tribulaciones.

Debo aclarar que estas medidas las tomé debido a que Cuba es uno de los pocos países donde usted no puede sacar pasaje de ida y vuelta en la misma agencia donde se origina el viaje. Una vez realizadas estas gestiones, me sentí satisfecho. Todo estaba previsto y no había posibilidad de error, al menos eso creía. La fecha de regreso: 20 de septiembre a las cuatro de la tarde.

Al llegar a mi destino, lo primero que hice fue cancelar una de las dos reservaciones puestas a mi nombre para recuperar parte del dinero empleado, pues no poseo el don de ubicuidad. El resto del programa lo cumplí satisfactoriamente e incluso dispuse de tiempo extra para efectuar algunos encuentros de cortesía.

El viernes 21 de septiembre, una hora antes de la salida del ómnibus con destino a La Habana, me presenté en la terminal. Chequeé mi pasaje y confiado esperé el aviso de salida. A las 3 y 55 de la tarde una voz femenina anunció por el altavoz que mi vehículo se atrasaría por fallas técnicas. No hice mucho caso de la observación. Supuse que no demoraría más de una hora, pero una señora mayor que se encontraba sentada a mi lado refunfuñó, y molesta me dijo: "Yo estoy en esta terminal hace catorce horas. Mi guagua debió partir a las tres de la madrugada y no lo hizo. Todo es un cuento. Siempre pasa lo mismo. El servicio es pésimo. Los equipos, viejos, y la atención, peor".

A las cinco de la tarde llegó a al sala de espera otra señora, que trabaja como custodio en la instalación, y nos informó que a la terminal había llegado un camión destechado que saldría con destino a la capital del país. Todos los posibles viajeros nos despepitamos hacia el patio. En ese instante se produce el primer relámpago. No obstante, me subí a la plancha rígida del vehículo, respiré profundo y experimenté cierta tranquilidad, pero sólo duró unos minutos. La tarde comenzó a nublarse y le siguió el fuerte aguacero. Con tristeza y cierta preocupación me bajé del transporte y volví a la sala de embarque.

Eran las siete de la noche cuando la empresa informó que el carro continuaba roto y desconocían cuánto más demoraría. Varios pasajeros protestaron en voz alta. Unos niños lloraban por hambre, incomodidad o aburrimiento. Otros, los mayores, correteaban molestando a las demás personas que nos encontrábamos en el lugar. Todos teníamos deseos de hacer algo, pero la reflexión impuso más paciencia. Me acomodé lo mejor que pude y conseguí relajarme, mientras que a mi alrededor aumentaban las tensiones.

Yo era de los menos afectados, pensé, porque no tenía niños que atender ni ancianos que entretener. Las butacas plásticas donde arrellanamos nuestros cuerpos son dignas de los cuartos de torturas por lo incómoda que resultan, más que del salón de embarque en el que se puede estar horas y horas. Y así, sumergido en mis cavilaciones, me quedé dormido.

Volví en mí a las nueve de la noche. El hambre fue mi despertador. Miré a mi alrededor, y observé que parte de los usuarios potenciales de la empresa ASTRO se habían marchado. Unos a sus casas y otros habían logrado soluciones alternativas que yo desconocía. Fui a la cafetería, pero no tenían nada de comer. Salí al exterior del edificio, y encontré algunos puntos de venta privados (pizzas, refrescos, pan con cualquier cosa...) Satisfecha mi gran humanidad volví a la sala de espera. Me di cuenta que por momentos se reducía el número de sobrevivientes que viajarían con destino a la capital del país. Pasaron una o dos horas más.

Sin darme cuenta, un señor de porte distinguido se me acercó y casi en susurro me preguntó: "¿Máquina pa' La Habana, paisano?" Utilizando su misma técnica le pregunté: "¿Cuánto?". Ensayó una sonrisa y respondió: "Cien pesos por persona, pero necesito reunir cinco pasajeros". Acepté. Me levanté y fui hasta la ventanilla de reintegros para que la empresa me devolviera el importe del pasaje o, en el peor de los casos, un por ciento de los siete pesos que invertí en él. El empleado no estaba en su puesto de trabajo. Esperé unos minutos, pero al ver que no regresaba lancé al suelo el boleto sin destruirlo. Quizás otro compatriota tenga mejor suerte que yo, me consolé, y salí definitivamente de aquel lugar acompañado de mi ángel salvador: el chofer del auto particular de alquiler.

Treinta o cuarenta minutos más tarde partí hacia Ciudad de La Habana. ¡Eran las 11 y 48 de la noche! Había perdido ocho horas de mi vida, un día mal empleado, por confiar en los ASTROS nacionales.


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