El Nuevo Herald. Raúl
Rivero. Septiembre 26, 2001.
La Habana -- Las imágenes de las torres gemelas que descendían
en cámara lenta bajo unas capas de humo, polvo y fuego, conmovieron a la
nación cubana, la sorprendieron y le enviaron un aviso que la gente
descifró enseguida.
Esa comunicación se fue haciendo clara en la medida en que se recibían
noticias sobre los promotores del crimen y comenzaba a aparecer en las pantallas
el gestor, con su ajuar de velos y turbantes, persuasivo y sereno frente a los
micrófonos, o haciendo prácticas de tiro contra un blanco
invisible.
La clave que tangencialmente llegó a este país en medio de la
tragedia americana es un alerta, una llamada de atención ante la furia
enferma del fanatismo.
Es cierto que por la dimensión del golpe terrorista y la cercanía
y los vínculos humanos que existen con Estados Unidos, las primeras horas
fueron de atolondramiento y confusión. En cada familia cubana hay un
pariente o un amigo que reside allí, y aunque el fuego ardía lejos
de la Florida, las miradas se dirigían a las zonas de New Jersey, donde
viven miles de cubanos y sus descendientes.
Por eso, al mediodía del martes 11, era imposible que las operadoras
internacionales respondieran llamadas que se originaban en todos los puntos del
mapa, de San Antonio a Maisí.
Como su majestad el partido concedió graciosamente la oportunidad de
ver por la televisión, sobre todo el primer día, muchas escenas
filmadas directamente en el escenario de la catástrofe por empresas
profesionales, se pudo evaluar, sin la perturbadora guía oficial, el
impacto de la agresión.
En las calles y en las casas, en los centros de trabajo y en las esquinas,
los cubanos hablaban, siguen hablando del asunto, pero en esas conversaciones
quedan relegadas las heridas materiales y abunda el intercambio de historias
acerca de personas que se salvaron milagrosamente.
La conmoción nacional surge de esas llamadas que hicieron algunos
pasajeros de los aviones utilizados como balas por los secuestradores. Salen del
vacío espiritual que dejaron aquí aquellos hombres inocentes
atrapados por el fuego, que hacían señas con sus prendas de vestir
y luego se lanzaban por las ventanas desde lo alto.
La famosa peña beisbolera del Parque Central de La Habana dejó
en los parterres los bates y las pelotas y se ha pasado día tras día
examinando el ataque terrorista y envuelta en las más negras y
disparatadas predicciones sobre el futuro de la
humanidad.
Los destartalados taxis habaneros, Hyde Parks rodantes, los sitios más
libres de Cuba, llevan desde aquel día ese único tema como
pasajero principal, en sus viajes de un extremo a otro de la ciudad.
Esas son las remisiones del dolor y los recados del factor humano, pero el
tema del fanatismo regresa siempre a las tertulias y las conversaciones
privadas, cada vez que se recuerda el día 11 y su significado para el
siglo que acaba de inaugurar el planeta Tierra.
Los hombres y mujeres de este país, frente a la realidad, en sus
entornos seguros, sin disfraces ni coros de consignas, quieren vivir en paz y
tocar, si pueden, el futuro y la felicidad. Quieren recuperar la familia y salir
de las trincheras de piedras o de atrezzo, a cantar canciones y dejar los signos
para las fechas patrias. El mesianismo, las ideas supuestamente superiores
impuestas y repetidas con obcecación y celo se van despegando, más
y más, minuto a minuto, de un país que entra ya en su media
centuria de alertas y sobresaltos y de espantosa y artificial unanimidad.
Dice Simón, el babalao, que no cree en deidades que le pidan la
muerte. Y Oriol, el viejo que vende cigarros en moneda nacional, en la zona del
Cerro, opina que los fanáticos son gente con la mente en blanco, a las
que un vividor lleva dondequiera. Un escritor que se automarginó hace años
y vive solo entre los libros y la pobreza, me llamó esta semana para
decirme que como el asunto del ataque a Estados Unidos ha despertado en Cuba una
reacción contra el fanatismo, me iba a regalar una cita de José
Martí donde se mostraba como un ciego fanático.
"El respeto a la libertad --escribió Martí--, al
pensamiento ajeno, aun del ente más infeliz, es mi fanatismo. Si muero o
me matan, será por eso''.
El sufrimiento del pueblo norteamericano tiene resonancias en la Cuba
profunda, que no se disuelven en el dolor.
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