El Nuevo Herald.
Daniel Morcate. Septiembre 13, 2001.
Una gran paradoja del Gran Miami es su condición de santuario de víctimas
y verdugos. Por sus calles lo mismo transitan ex presos políticos del
castrismo que quienes fueron sus delatores, carceleros, torturadores; luchadores
haitianos por la democracia y ex tom tom macoutes que les daban caza sin
misericordia; ex miembros de la Resistencia democrática nicaragüense
y esbirros sandinistas retirados que alguna vez los humillaran en tétricos
calabozos que datan de los tiempos de la colonia. Lo que más asombra de
esta inusitada promiscuidad es la general indiferencia con que la acatan los
miamenses, tanto civiles como uniformados. Es como si, subconscientemente, la
ciudad hubiera decidido erigirse en un remanso de las luchas fratricidas que
caracterizaron el pasado siglo y que ya empiezan a marcar a éste.
A veces me he encontrado en algún concurrido restaurante de Miami y,
a mitad del aperitivo, he captado al azar una mirada en la que todavía
resplandece el odio fanático e insaciable de un verdugo aparentemente
retirado. Entonces me he preguntado si algunas de sus antiguas víctimas
también estarán en ese preciso momento en el restaurante, tal vez
sentadas a una mesa cercana, si sus ojos no se habrán cruzado también
y si, pese a las deformaciones del tiempo, no habrán tenido acaso un
ligero atisbo del pasado en que la víctima estuvo totalmente a la merced
del verdugo. ¿Paranoica introspección? Puede ser.
Pero lo cierto es que la principal delatora del barrio de mi niñez,
con una cantidad imprecisa de arrestos en su haber, ensayó un "exilio''
en Miami antes de ir a recalar finalmente a Puerto Rico, donde la aguardaba un
retiro inmerecidamente apacible. El siniestro chivato de Roberto P., uno de los
jóvenes más talentosos de mi generación holguinera que
fuera vilmente asesinado por la policía política, firma de vez en
cuando cartas al editor en las que condena furibundo a la misma dictadura a la
que sirvió con criminal abyección. Cien o 150 columnas atrás
hablé de un panameño que se ha topado en el centro comercial de
Dadeland con el esbirro norieguista que le sacó las uñas, tratando
de extraerle una confesión. ¡Como un abuelito inofensivo, compraba
una muñeca Barbie tal vez para una tierna nietecita! Y también
relaté cómo un ex oficial sandinista vive en Miami obsesionado
porque, aprovechando su ausencia de la cárcel en que mandaba, sus
superiores propiciaron una fuga para asesinar por la espalda a ex miembros de la
guardia nacional.
La sociedad norteamericana en general y la miamense en particular ofrecen
generoso santuario a las víctimas de la persecución política,
pero sutilmente les exigen que olviden su condición de víctimas,
que se entreguen a la desmemoria. Las mueve el prejuicio de que las víctimas
que recuerdan demasiado difícilmente pueden llegar a ser buenos
norteamericanos, porque, mientras viven obsesionadas con el pasado, no son
capaces de entregarse del todo a su nueva tierra. De ahí las frecuentes
exhortaciones a que acepten a sus antiguos verdugos y a quienes aún son cómplices
de sus perseguidores, sean éstos policías desertores, artistas orgánicos
de visita o cualquier otra cosa. Quienes así piensan no reparan en que,
en ciudadas universales como Miami, Nueva York, Los Angeles y Chicago, la
memoria es lo único que distingue a las víctimas de los
victimarios que ahora hacen profesión de exiliados o de ciudadanos ajenos
a la política, probablemente porque otros verdugos y cómplices
todavía más audaces e implacables, o simplemente más jóvenes,
tomaron su lugar.
El proceso en Miami para despojar de la ciudadanía norteamericana y
deportar a Heriberto Mederos, ex enfermero acusado de torturar a presos políticos
en el hospital siquiátrico de Mazorra en La Habana, es un raro y
encomiable triunfo de la memoria sobre el olvido que muchos quisieran
imponernos. Mederos, desde luego, debe ser considerado inocente mientras un
jurado no confirme su culpabilidad. Pero si se comprueban sus crímenes,
la justicia miamense no debe vacilar en deportarlo a ese infierno kafkiano que,
según atestiguan sus presuntas víctimas, ayudó a crear.
Mederos admite haber aplicado electrochoques a sus acusadores, pero asegura
que lo hizo estrictamente por razones médicas. Salvo en literatura de
ficción, no conozco a un solo violador de derechos humanos que haya
admitido con honestidad sus crímenes. De cualquier modo, a la justicia
corresponde aportar pruebas fehacientes en su contra y someterlo a un proceso
intachable. En esto también las víctimas deben diferenciarse nítidamente
de sus verdugos.
El ejemplar caso de Mederos debería inspirar un esfuerzo organizado,
al estilo del que desde hace décadas realizan entidades hebreas, por
identificar y expulsar del país a otros violadores de derechos humanos
que aún se pasean tan campantes entre nosotros. Bien llevado, un esfuerzo
así no sólo libraría a las víctimas de la doble
humillación de convivir con sus victimarios como si nada hubiera
ocurrido; también ayudaría a los norteamericanos que nunca
sufrieron graves vejaciones políticas a sensibilizarse mejor con las víctimas
que sí las padecieron. El desprecio por los verdugos, al igual que la
admiración por ellos, son rasgos de carácter en los individuos. Y
también de las sociedades. La miamense aún está por adoptar
uno de los dos.
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