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Septiembre 14, 2001



Vivir entre verdugos

El Nuevo Herald. Daniel Morcate. Septiembre 13, 2001.

Una gran paradoja del Gran Miami es su condición de santuario de víctimas y verdugos. Por sus calles lo mismo transitan ex presos políticos del castrismo que quienes fueron sus delatores, carceleros, torturadores; luchadores haitianos por la democracia y ex tom tom macoutes que les daban caza sin misericordia; ex miembros de la Resistencia democrática nicaragüense y esbirros sandinistas retirados que alguna vez los humillaran en tétricos calabozos que datan de los tiempos de la colonia. Lo que más asombra de esta inusitada promiscuidad es la general indiferencia con que la acatan los miamenses, tanto civiles como uniformados. Es como si, subconscientemente, la ciudad hubiera decidido erigirse en un remanso de las luchas fratricidas que caracterizaron el pasado siglo y que ya empiezan a marcar a éste.

A veces me he encontrado en algún concurrido restaurante de Miami y, a mitad del aperitivo, he captado al azar una mirada en la que todavía resplandece el odio fanático e insaciable de un verdugo aparentemente retirado. Entonces me he preguntado si algunas de sus antiguas víctimas también estarán en ese preciso momento en el restaurante, tal vez sentadas a una mesa cercana, si sus ojos no se habrán cruzado también y si, pese a las deformaciones del tiempo, no habrán tenido acaso un ligero atisbo del pasado en que la víctima estuvo totalmente a la merced del verdugo. ¿Paranoica introspección? Puede ser.

Pero lo cierto es que la principal delatora del barrio de mi niñez, con una cantidad imprecisa de arrestos en su haber, ensayó un "exilio'' en Miami antes de ir a recalar finalmente a Puerto Rico, donde la aguardaba un retiro inmerecidamente apacible. El siniestro chivato de Roberto P., uno de los jóvenes más talentosos de mi generación holguinera que fuera vilmente asesinado por la policía política, firma de vez en cuando cartas al editor en las que condena furibundo a la misma dictadura a la que sirvió con criminal abyección. Cien o 150 columnas atrás hablé de un panameño que se ha topado en el centro comercial de Dadeland con el esbirro norieguista que le sacó las uñas, tratando de extraerle una confesión. ¡Como un abuelito inofensivo, compraba una muñeca Barbie tal vez para una tierna nietecita! Y también relaté cómo un ex oficial sandinista vive en Miami obsesionado porque, aprovechando su ausencia de la cárcel en que mandaba, sus superiores propiciaron una fuga para asesinar por la espalda a ex miembros de la guardia nacional.

La sociedad norteamericana en general y la miamense en particular ofrecen generoso santuario a las víctimas de la persecución política, pero sutilmente les exigen que olviden su condición de víctimas, que se entreguen a la desmemoria. Las mueve el prejuicio de que las víctimas que recuerdan demasiado difícilmente pueden llegar a ser buenos norteamericanos, porque, mientras viven obsesionadas con el pasado, no son capaces de entregarse del todo a su nueva tierra. De ahí las frecuentes exhortaciones a que acepten a sus antiguos verdugos y a quienes aún son cómplices de sus perseguidores, sean éstos policías desertores, artistas orgánicos de visita o cualquier otra cosa. Quienes así piensan no reparan en que, en ciudadas universales como Miami, Nueva York, Los Angeles y Chicago, la memoria es lo único que distingue a las víctimas de los victimarios que ahora hacen profesión de exiliados o de ciudadanos ajenos a la política, probablemente porque otros verdugos y cómplices todavía más audaces e implacables, o simplemente más jóvenes, tomaron su lugar.

El proceso en Miami para despojar de la ciudadanía norteamericana y deportar a Heriberto Mederos, ex enfermero acusado de torturar a presos políticos en el hospital siquiátrico de Mazorra en La Habana, es un raro y encomiable triunfo de la memoria sobre el olvido que muchos quisieran imponernos. Mederos, desde luego, debe ser considerado inocente mientras un jurado no confirme su culpabilidad. Pero si se comprueban sus crímenes, la justicia miamense no debe vacilar en deportarlo a ese infierno kafkiano que, según atestiguan sus presuntas víctimas, ayudó a crear.

Mederos admite haber aplicado electrochoques a sus acusadores, pero asegura que lo hizo estrictamente por razones médicas. Salvo en literatura de ficción, no conozco a un solo violador de derechos humanos que haya admitido con honestidad sus crímenes. De cualquier modo, a la justicia corresponde aportar pruebas fehacientes en su contra y someterlo a un proceso intachable. En esto también las víctimas deben diferenciarse nítidamente de sus verdugos.

El ejemplar caso de Mederos debería inspirar un esfuerzo organizado, al estilo del que desde hace décadas realizan entidades hebreas, por identificar y expulsar del país a otros violadores de derechos humanos que aún se pasean tan campantes entre nosotros. Bien llevado, un esfuerzo así no sólo libraría a las víctimas de la doble humillación de convivir con sus victimarios como si nada hubiera ocurrido; también ayudaría a los norteamericanos que nunca sufrieron graves vejaciones políticas a sensibilizarse mejor con las víctimas que sí las padecieron. El desprecio por los verdugos, al igual que la admiración por ellos, son rasgos de carácter en los individuos. Y también de las sociedades. La miamense aún está por adoptar uno de los dos.

© El Nuevo Herald

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