Agustín Tamargo.
El Nuevo Herald. Septiembre 10, 2001.
Yo no tengo ya familiares en Cuba. Todos han muerto. Tristemente para mí,
ninguno me pudo esperar. Pero tengo amigos, hablo con los que no son amigos y
siguen llegando, y leo y escucho todo lo que puedo sobre el futuro de aquella
patria que es la mía. ¿Cómo se avizora ese futuro? Negro,
dicen los pesimistas. No, no será negro, será al principio gris,
pero se aclarará a su debido tiempo. Fíjense que no digo en
seguida. En seguida es un término ajeno a la historia. La historia
funciona a trancos y salir de la esclavitud no significa la inmediata entrada en
la libertad. La libertad de Cuba vendrá de manera lenta, creo yo, será
negociada, será ganada poco a poco por medio de esfuerzos incesantes. Fue
relativamente fácil para Cuba cuando al entrar en el siglo XX sus hijos
dejaron de ser súbditos españoles para convertirse en ciudadanos
cubanos. Fue también fácil cuando pasaron de la primera a la
segunda república a la caída de Machado, es decir, cuando las
nuevas generaciones tomaron el timón de la nave y la condujeron por
senderos democráticos nacionalistas, aboliendo la enmienda Platt.
Esta vez creo que va a ser más difícil. Porque esta vez no se
trata de modificar un sistema, sino de abolirlo completamente, y ese sistema ha
complicado a demasiada gente, ha creado demasiadas leyes mostruosas y casi ha
destruido, sobre todo dentro de las generaciones nuevas, el valor para
arriesgarse, la conciencia de que cada hombre es dueño de sí mismo
y en consecuencia no puede concederle a nadie, a ningun estado, esa potestad. Sí.
La que se llamó una vez revolución y que es hoy un sistema
inmundo, entretejido de privilegios y de abusos, dirigido todo no por un hombre,
sino por las aberraciones y las locuras de ese hombre, ha calado muy hondo por
una razón principal: porque ese sistema lleva muchos años en el
poder, porque ha solidificado sus métodos de servidumbre social, y sobre
todo porque ha sembrado la desconfianza en la autodeterminación popular,
en el juego de tendencias e ideologías, en el tanteo y el experimento que
está en la base de toda sociedad libre que se gobierna a sí misma.
Sin embargo, yo creo en Cuba. Creo en una Cuba mítica que está
al fondo de nuestros sueños y nuestras desesperanzas. Creo en una Cuba
que acabará por encender el candil de la ilusión en medio de la
oscuridad general en que le han sumido por décadas unos cubanos malos
dirigidos por un método peor. Creo en esa Cuba porque todos los días
veo cómo huyen de ella, o se separan de ella, los más lúcidos,
los que han sabido encontrar, al fondo de tantas desilusiones y fracasos, el
germen de la fe.
Carlos Alberto Montaner ha contado que está en Madrid un joven
cubano. Este joven es hijo de un alto oficial. Y este oficial, según
cuenta el muchacho, fue el que le dijo: Vete, sálvate, que ya basta y
sobra con que me haya quemado yo. A otro joven, el pelotero Rolando Viera, que
entrevistaron en la televisión americana, se le oyó decir algo
parecido. Su padre, ex oficial de la temible Seguridad del Estado, sabía
que se iba y no lo detuvo, al contrario, lo alentó, diciéndole:
Aquí tú ya no tienes nada que hacer. Hay muchos, muchos otros
casos, en que se sabe que en las propias filas íntimas del sistema
castrista se presentan a diario dudas, vacilaciones, rechazos y críticas
que indican una sola cosa: que ese experimento está muerto. De momento,
nadie sabe decir con qué será sustituido, ni por quién, ni
cuándo.
Pero todos están de acuerdo, allá como aquí, en que el
ciclo de horrores y crímenes ha concluido, que tiene que ser sustituido
por otra cosa. Esa otra cosa nadie la puede definir jurídica o políticamente
todavía. Pero todos saben que se ha de basar en lo que más falta
en Cuba: en la dignidad de la persona, en el libre albedrío del
ciudadano, en el derecho de cada cubano a decir que sí o que no, pero no
por una orden ni mandato de nadie, sino por la determinación de su propia
conciencia. En los tiempos de grandes cambios, a la hora de pasar cuenta por los
errores y los crímenes, son muchos lo que pedirán perdón,
los que no querrán ser enterrados con el pasado, los que reclamarán
seguir vigentes.
Yo no sé cuántos fidelistas (y ése es el nombre
verdadero de ellos, porque son hijos de un caudillo sangriento, idólatras
de un monstruo, cosa acaso peor que ser comunista), yo no sé, repito, cuántos
de ellos se arrepentirán, quemarán sus uniformes y se pasarán
con sinceridad a las filas limpias de la Cuba que renacerá de las cenizas
que el experimento deja. Pero yo creo que serán muchos, muchos, y eso me
produce cierta tranquilidad. Trágico sería que después de
descabezada la tiranía, por la enfermedad o la muerte del tirano, hubiera
todavía quienes trataran de seguir enarbolando esa bandera. Y ésos
yo no los veo por ninguna parte. Lo que veo es lo contrario: la forma en que
hasta los más comprometidos empiezan a sacar expedientes de personas
dignas, sus hojas de víctimas de la tiranía y huérfanos de
la libertad. La Cuba que se hará con esa levadura yo no la puedo
predecir, pero creo firmemente que no será una Cuba mala, como la de hoy.
El sufrimiento, el dolor, el error y el arrepentimiento han sido siempre
ingredientes útiles para integrar una buena ciudadanía.
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