Néstor Carbonell Cortina.
El Nuevo Herald. Septiembre 10, 2001.
Muchos me han preguntado qué me movió a publicar ahora los
Grandes debates de la Constituyente cubana de 1940. Uno de los motivos fue
contribuir a ilustrar a los jóvenes cubanos de ambas orillas que poco
conocen de lo bueno y fecundo de la Cuba antes de Castro. Lo que no ha sido
deformado por el régimen comunista, con mentiras esparcidas dentro y
fuera de la isla, ha sido aviesamente silenciado.
También he querido refrescar la memoria de aquellos mayores que sólo
conservan un recuerdo neblinoso de lo que fue la obra cumbre de la República.
Al leer los debates, tanto los pinos nuevos como los añosos podrán
descubrir o redescubrir un capítulo brillantísimo de nuestra
historia. En ese capítulo, cubanos representativos de todos los partidos
políticos, tendencias ideológicas y capas sociales superaron
violentos antagonismos para elaborar una Constitución, que, aun con sus
defectos, fue una de las más progresistas y equilibradas de su época.
Por algo la prestigiosa Comisión Internacional de Juristas de las
Naciones Unidas reconoció que la Carta de 1940 "se caracteriza por
traducir un raro equilibrio entre las estructuras republicanas, liberales y
democráticas y los postulados de justicia social y promoción económica''.
A través de los debates, puede el lector no versado en leyes asomarse
a la Constituyente del 40, en plena y creadora ebullición, sin tener que
adentrarse en el tupido bosque del frío articulado. Con un poco de
imaginación, puede uno escuchar, entre otros, a estos convencionales:
Coyula defendiendo la invocación a Dios, Guas Inclán apoyando la
igualdad racial, Chibás rechazando las confiscaciones, Hernández
de la Barca oponiéndose a la pena de muerte, Rey Perna manteniendo la
irretroactividad de las leyes civiles, Mañach exaltando la educación
privada y religiosa, Zaydín abanderando la libertad de prensa, Alvarez de
la Vega proscribiendo los partidos totalitarios, Cortina proponiendo el régimen
semiparlamentario, Márquez Sterling agilizando con maestría los
debates.
No faltaron en las sesiones contrapunteos chispeantes con los comunistas,
como éste. Casanova: "¿Cree [el señor Roca] que podría
manifestarse en el parlamento de Rusia con la libertad con que se produce aquí?''
Ferrara: "Sí, pero una sola vez''. Blas Roca: "Yo podría
decir [allí] todas estas cosas''. Núñez Portuondo: "Pero
en español, no en ruso''.
Aparte del valor histórico que tienen los debates y la Carta del 40, éstos
cobran relevancia hoy en que, ante el desgaste progresivo del tirano, muchos se
preguntan qué Constitución debe regir en una transición
verdadera, no amañada, después de Castro. Digo esto, porque habrá
seguramente un intento inicial de sucesión sin amplia apertura.
Hay quienes piensan que lo mejor o más realista sería enmendar
la constitución de Castro reformada en 1992. Pero, ¿cómo
democratizar una constitución que no otorga derechos, sino concesiones
revocables, que subordina el ejercicio de las libertades a los fines comunistas,
y que consagra en su propio articulado el estado hipertrófico que todo lo
controla y todo lo decide? ¿Cómo estructurar la transición
tomando como base un engendro totalitario que simboliza la tiranía? Eso
no es realismo, sino continuismo.
Hay otros que plantean la urgente necesidad de convocar a una Convención
Constituyente. Pero esto lleva tiempo, porque antes habría que pacificar
el país, desmantelar el aparato represivo, organizar los partidos políticos
y sentar los cimientos de un estado de derecho. Sin esa infraestructura y período
de sedimentación, la Convención podría degenerar en la
anarquía o incubar un nuevo despotismo. Las asambleas y consultas
populares no siempre persiguen fines democráticos. Napoleón se
valió del plebiscito para legitimar su imperio, y Hitler lo utilizó
cuatro veces para barnizar y remachar su tiranía.
Tampoco resolvería el problema una nueva constitución sin
mandato nacional e impuesta por decreto. Si queremos ponerle fin a la usurpación
en Cuba y asegurar una transición democrática, la única
Carta Fundamental con visos de legitimidad que ofrecería garantías
a todos los ciudadanos, incluyendo a los funcionarios civiles y militares
comprometidos con el régimen, es la Constitución de 1940. No todos
sus preceptos serían aplicables, pero los derechos individuales y muchos
de los sociales servirían de base constitucional hasta que los
representantes electos del pueblo cubano decidan si quieren actualizar la Carta
del 40, corrigiendo sus defectos, o sustituirla por una nueva.
La mejor manera de iniciar el tránsito a la democracia sería
proclamando en el Capitolio Nacional que el paredón infamante y las
turbas frenéticas no son fuentes de derecho, y que la única
autoridad legítima para abrogar o reformar la Constitución del 40
es la urna libre. Tal vez tuvo presente este principio René Gómez
Manzano, el líder de la disidencia interna que con mayor detenimiento ha
estudiado distintas alternativas constitucionales, cuando afirmó que "si
las únicas opciones posibles [durante la transición] fueran las de
mantener el texto supralegal que exhibe actualmente el gobierno comunista o
restablecer la Constitución de 1940, apoyaría sin la menor
vacilación la segunda variante''.
¿Será un sueño enarbolar en la transición la
Constitución del 40 como fórmula democrática de concordia
nacional? Quizás. Pero no olvidemos que toda acción proviene de
una idea, y que toda idea nace de un sueño.
Escritor cubanoamericano, es vicepresidente Sr. de la Pepsi-Cola.
© El Nuevo Herald
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