A paso de
bastón: ¿civilidad, en Cuba?
Manuel David Orrio, CPI / CubaNet
LA HABANA septiembre - Si se entiende por civilidad el conjunto de normas,
usos y costumbres que hacen de una sociedad el espacio donde se vive en plenitud
y se dirimen los conflictos personales y sociales en términos positivos,
habría de preguntarse si Cuba es país de tal cualidad.
Tratadistas diversos, dentro y fuera de la isla, han llamado la atención
acerca de la crisis que hoy se observa en la práctica de lo civil entre
cubanos, quienes parecen preferir los atajos de las soluciones individuales,
pero al final insuficientes, para enfrentar aquellas circunstancias que al decir
nacional le hacen la vida un yogourt.
Civilidad, a la cubana, debería significar la presencia de un espacio
legal y comunicacional donde los conflictos sean ajustados a tenor de los
ideales de la tradición judeocristiana sobre la cual se sustenta la
identidad criolla, lo que obligaría a dotar al ciudadano de todos los
medios lícitos para expresar quejas y agravios, y encontrar justicia
pronta y plausible. León Tolstoi apuntó que no existe grandeza sin
sencillez ni bondad, a mi entender clave para comprender la señalada
crisis de civilidad isleña.
Punto de partida de esa crisis se encuentra en la organización política
de la sociedad cubana, basada sobre una Constitución que, por excluyente,
desconoce atributos elementales para la consagración de la sociabilidad.
Cabe identificar en la misma al indignante artículo 63, que prohíbe
hasta la oposición pacífica a las leyes, en escenario donde la
inconstitucionalidad de muchas de éstas puede conducir a cualquiera tras
las rejas, de sólo señalarlo. Por ahí puede comenzar a
explicarse el origen de la crisis civil isleña, agravada por millones de
arbitrariedades individuales. Si el poder de Cuba legisla contra su propia
Constitución, y además reprime por oponerse pacíficamente a
semejante injusticia, ¿cómo pedir al ciudadano que sienta seguridad
de su circunstancia, o siquiera de las reglas establecidas en el país?
Me abstraigo con toda intención del hecho inobjetable: Cuba no es país
de normas democráticas internacionalmente aceptadas. Me detengo solamente
en el irrespeto estatal al texto constitucional, por cuanto es el mismo la
prueba al canto de que la espada de Damocles acecha sobre todos, incluidos los
vinculados al poder.
Cuando en un documento hecho público por presbíteros
orientales cubanos, éstos se refirieron al llamado síndrome de
indefensión aprendida para así calificar a una extendida conducta
individual según la cual "nada puede hacerse" para cambiar el
status quo en sentido positivo, olvidaron mencionar un recurso no desdeñable
a la hora de lograr la reafirmación de esa conducta: el castigo a los
leales, cuando acuden a las autoridades con demandas designables como "políticamente
correctas", cual para hacer saber que los mediocres ganan.
¿Cómo opera este diabólico "mecanismo"? Sirva
esta anécdota personal para ilustrarlo. En 1986 era Manuel David Orrio lo
suficientemente castrista como para presidir un Comité de Defensa de la
Revolución, lo que implicaba e implica una responsabilidad en oficios
sociales como el de vacunar a los niños contra la poliomielitis, asunto
para mí de elevada sensibilidad, dada mi condición de víctima
de esa enfermedad.
Por errores puramente burocráticos, quedaron 13 niños sin
vacunar en el barrio del Ensanche de La Habana, ninguno en el área bajo
mi responsabilidad. Rápidamente, avisé al delegado del Poder
Popular (concejal), quien como un rayo informó a las autoridades. La
solución, simplísima: vacunar a los niños. Pero nada se
hizo. Parece que en las estadísticas ya aparecían como
inmunizados, y las metas anunciadas como cumplidas. Como sombras, cuatro casos
de poliomielitis habidos en la Cuba de los 70, por insuficiente cobertura de
inmunización, gritaban a voz de cuello.
Un mes más tarde los chicos seguían sin vacunar. Se avecinaba
la asamblea de cuentas del concejal, y se sabía que él había
hecho todo lo posible dentro de su jerarquía, por lo cual mis colegas de
demarcación de los Comités de Defensa de la Revolución me
comisionaron por unanimidad para exigir pública y civilmente, en esa
asamblea, una depuración a fondo de responsabilidades. Así, creo
que un día de septiembre, ante unos 500 electores, "explotó
la bomba".
Días después los niños seguían sin ser
inmunizados. Pero lo que pudiera llamarse una horda de doctores en medicina,
funcionarios de la Dirección de Salud Pública del municipio Plaza
de la Revolución, intentaban hacerme polvo en una reunión a
puertas cerradas. Experiencia muy estimulante, porque me demostró la
debilidad de aquellos siete burócratas enfrentados a un ciudadano. ¡Dios,
cómo le temen a la libertad de expresión! Aquella pelea de perros
terminó gracias a la intervención del doctor Pedro Pons, un hombre
que les llamó al raciocinio y logró la vacunación de los niños.
Por supuesto, no fue el final: el gobierno municipal debía dar
explicaciones a "las alturas". La solución elegida para el
informe de marras fue inculparme del error, e involucrar a la médica de
familia destacada en el área bajo mi responsabilidad, ¡donde ningún
niño quedó sin vacunar!
De más decirlo: "papeles subieron y bajaron", tengo
entendido que el asunto llegó a las oficinas de Fidel Castro, y que uno
de sus colaboradores realizó una investigación, la cual habría
conducido a discretas destituciones. Como de paso, un matiz que me relató
uno muy cercano a los hechos: entre los argumentos empleados contra mí, a
mis espaldas, estuvo el de imputar a mis secuelas de poliomielitis el origen de
un trastorno de personalidad, el que me había conducido a mi actitud
denunciante. Aún me niego a creerlo, aunque mi actual experiencia mucho
me informa de esa contracultura oficial, según la cual se desacredita al
adversario cuando no hay cómo descalificar sus ideas. Llueve sobre
mojado.
¿Cuántas anécdotas del tipo de la narrada se habrán
producido en estos años? Obsérvese. No se trató de un acto
opositor, sino de todo lo contrario, y de todos modos se actuó en la
clara dirección de "castigar al leal". Me atrevo a apuntar que,
desde entonces, tuve una premonición: en algún lugar de Cuba "mi
expediente se iniciaba". Quizás, sin saberlo, comenzó por
esos días mi camino rumbo al periodismo independiente, porque lo que sí
aprendí de la experiencia es cuán cara y valiosa es la libertad de
expresión. Por ello, valga la disgresión para una pregunta: ¿civilidad,
en Cuba?
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