Marifeli Pérez-Stable. Septiembre 5, 2001.
El Nuevo Herald
Después de Fidel, ni drama ni caos'', dice el mantra oficial en La
Habana. Incluso antes del soponcio en El Cotorro, no era inusual que surgiera el
tema de la sucesión. En efecto, es posible que la elite logre tramitar la
desaparición del comandante y se asiente en el poder por un tiempo.
Drama, sin embargo, habrá: la ausencia de Castro va a perturbar al
sistema político. Para empezar, habrá desaparecido el factor
principal en la cohesión de la cúspide. ¿Sabrá
negociar y pactar sin fraccionarse?
Una de sus primeras determinaciones trataría el curso de la economía.
Un sector alzaría las reformas económicas a la China y Vietnam y
abogaría por su amplia aplicación; otro advertiría de los
peligros mercantiles y las resistirían. Será una prueba delicada
para los sucesores: el legado de Castro es el baluarte natural de los
conservadores, y los reformistas se verían en el apuro de darle la vuelta
para que avalara el cambio. Aun así, las reformas probablemente se
implementarían con cierta amplitud, ya que prorrogar el inmovilismo los
acercaría a todos al colapso definitivo y, por tanto, también habría
caos después de Fidel.
Con todo, la sucesión no sería más que el portal de la
transición. A los sucesores les aguardan retos inéditos, a saber,
una reestructuración económica y nuevas formas de gobernar. Para
enfrentarlos con algún éxito, tendrían que prescindir del
absolutismo vertical que se impuso en Cuba después de 1959 y ensayar
patrones políticos que reconozcan e integren la diversidad entre ellos
mismos y en la ciudadanía. Sólo abrir una rendija en la caja de
Pandora de la liberalización desataría una reacción en
cadena que --tarde o temprano-- desembocaría en una transición,
pactada o violenta, pero transición al fin y al cabo.
La gran interrogante del panorama cubano es la población. Hoy por
hoy, los sentimientos más extendidos son la desesperanza, la desconfianza
y el agotamiento. Irse del país o vivir fingiendo son las alternativas más
comunes. Así y todo, la sociedad civil ha ido marcando pautas hacia una
Cuba democrática. A lo largo de los noventa, surgió una amalgama
de organizaciones y asociaciones al margen de las oficiales que son un embrión
de futuro. Miles de cubanos participan --de una forma u otra-- de esta emergente
red y muchos miles más, día tras día, se enteran de su
existencia. Paso a paso, no pocos cubanos han ido perdiendo el miedo y preparándose
para el protagonismo que les corresponderá cuando sean libres de expresar
su voluntad en las urnas.
No obstante, el hecho irrefutable es que la gran mayoría, aunque no
apoye al gobierno, se concentra en las plazas y desfila por el malecón. ¿Cómo
se explica esta realidad? Aunque a todas luces minoritario, un sector de la
población sigue identificado con la dirigencia. Contrario a Europa del
Este, el nacionalismo favorece al régimen ante un grupo más
amplio, que teme que el futuro sea dictado por Washington y el exilio. La
maquinaria represiva y lo que la elite sería capaz de hacer si se viera
en peligro, sin duda, mantiene a la mayoría a raya.
No es fácil resistir el sinnúmero de presiones e incentivos
que se despliegan para que las personas participen de las movilizaciones.
Procurar las necesidades básicas de la vida cotidiana constituye una
tarea penosa, obsesiva y absorbente.
Pero estas razones sustanciosas no penetran al fondo del problema: la
bancarrota del imaginario nacional. A fines de la década del cincuenta,
la abrumadora mayoría de los cubanos soñaba con una Cuba nueva,
democrática y de todos y, por eso, abrazó en grande a los rebeldes
el 1 de enero del 1959. Poco después, muchos se sintieron traicionados y
se marcharon del país, fueron encarcelados o fusilados o, sencillamente,
se callaron. La mayoría, no obstante, se sumó a la revolución.
Incluso después del descalabro de los 60, el imaginario seguía
nutriéndose del nacionalismo y de la justicia social, si bien no prendía
en la población con el entusiasmo inicial. Pero los 90 apagaron lo que
quedaba del sueño de 1959.
La más ardua reconstrucción que le espera a Cuba es, sin lugar
a duda, el reverdecimiento del espíritu cubano. La democracia será
posible sólo si se extiende la conciencia cívica que los
disidentes y otros sectores, como los allegados a la Iglesia Católica,
manifiestan con creciente eficacia. Una Cuba nueva depende de que la ciudadanía
recupere la confianza en sí misma y hacia la clase política, de
que el cubano de a pie deje de ser parte de "las masas'' y asuma sus
derechos y deberes como ciudadano, en fin, de que le vuelva a importar el país.
Un régimen sucesor que lanzara verdaderas reformas allanaría el
camino para la recuperación de esta confianza. No va a ser fácil,
sin embargo, vencer la extenuación infligida por el castrismo a la
población.
Profesora de la Universidad Internacional de la Florida y autora de 'La
revolución cubana: orígenes, desarrollo y legado', (Madrid:
Editorial Colibrí, 1998).
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