Agustín Tamargo. Octubre 14, 2001.
El Nuevo Herald
Jorge Luis Borges escribió una vez un libro con este título,
original como todos los suyos: 'Historia universal de la infamia''. Recogía
el genio argentino en ese volumen la biografía de un grupo de forajidos
dedicados no sólo a violar la ley establecida, sino a arremeter contra
todo vestigio de dignidad y decencia humanas. Hoy pienso: ¡qué lástima
que Borges haya muerto! Porque si Borges viviera, podría añadir a
aquel libro admirable y memorable un personaje que encaja en él como
pocos: Fidel Castro.
No hablo ahora del asustado conejo que allá en La Habana tiembla ante
la suerte de Bin Laden, que en un momento dado puede ser la suya. No hablo
tampoco del pérfido que lo ha traicionado todo, desde sus mujeres y sus
hijos hasta sus amigos y colaboradores más cercanos. Hablo del felón
capaz de urdir las canalladas peores y difundir las más bajas calumnias
contra los vivos y hasta contra los muertos. Y me refiero hoy, desde luego, a la
última infamia cometida por ese gran capitán de infames: la de
declarar que Jesús Yanes Pelletier era un espía.
Yanes Pelletier ya no está con nosotros los vivos, cayó en una
calle de La Habana fulminado por un golpe artero de su gastado corazón.
Pero si viviera, y si Fidel Castro tuviera lo que tienen los otros hombres, no
se hubiera atrevido nunca a enfrentarse con él y decirle: ¡eres un
traidor! Porque lo habría pagado al menos con una sonora bofetada. Ahora
Yanes Pelletier esta muerto, y como sobre todos los muertos se puede decir de él
lo bueno y lo malo porque los muertos no se pueden defender. Y eso es lo que ha
hecho este bribón de Castro: no insultarlo, no vejarlo, no privarlo de
libertad (cosas todas que hizo contra él y contra otros), sino algo quizás
peor: calumniarlo, echar lodo sobre su memoria.
Ese proceder miserable ha caracterizado siempre a Castro y por lo tanto no
debiera sorpreder a nadie. Lo ha hecho contra todo el mundo. Contra el que le
dio el dinero para comprar el Granma (Prío); contra el que le concedió
la más alta tribuna para que levantara su pedestal de caudillo (Quevedo,
el director de Bohemia); contra los que apuntalaron su economía
disparatada para que no se viniera abajo (Felipe Pazos, Justo Carrillo); contra
el que le entregó Columbia, que él no había podido tomar
(Barquín);contra el que le organizó milicias urbanas que él
veía desde la Sierra Maestra, con sus conocidos binoculares (Manolo Ray);
contra los sacerdotes puros que albergaron y consolaron a sus combatientes (Boza
Masvidal); contra cualquiera que osara levantar su voz para insinuar una
discrepancia, se alzó él, persiguió él, y en algunos
casos (como en el de Ochoa y Sorí Marín) mató él.
Las páginas de su libro de infamias están escritas con la
tinta negra del rencor y hasta de la envidia (porque este hombre que lo ha
tenido todo lo envidia todo). Pero esta última felonía contra
Yanes Pelletier, que ya no es un adversario sino el recuerdo de un adversario,
no tiene paralelo en la historia. Hasta esas profundidades del deshonor no había
descendido antes nadie en Cuba. Se mata a un enemigo, se persigue a un
adversario. Pero cuando el enemigo o el adversario mueren, se hace silencio ante
el cadáver porque el más allá tiene una misteriosa frontera
ante la cual hasta los peores desalmados se han detenido siempre.
El no. El lo pisa todo, él lo profana todo, él, para poder
vivir, necesita infamarlo todo. Ese es su mundo interno, mundo en el que moran
las serpientes de la deslealtad y la ingratitud. La hora en la que ordenó
publicar esa infamia (allí todo lo ordena él) pasó por su
memoria la esponja de su naturaleza de raposa y olvidó aquella otra hora
en que Yanes Pelletier se jugó la vida por salvar la de él,
vertiendo en el piso el veneno que le habían ordenado administrarle.
Olvidó la lealtad y el celo con que Yanes Pelletier lo acompaño a
todas partes y le alejó los enemigos. Olvidó las cálidas
noches en que él se curaba de los agobios del triunfo y del ruido de los
aplausos restregándose con lozanas muchachas que había
transportado hasta la puerta del hotel Yanes Pelletier. Lo olvidó todo.
Porque Yanes Pelletier ya no era útil. Porque Yanes Pelletier se había
convertido en una conciencia acusadora que lo perseguía. Poque Yanes
Pelletier era el pasado y él necesita aniquilar todo lo que le recuerde
ese pasado.
Yo sé que estas horas son en este país, y en todo el mundo,
horas de ansiedad y de zozobra, no de meditación. Yo sé que
algunos, sobre todo los jóvenes, no saben siquiera quién fue Yanes
Pelletier. Pero yo quiero de todos modos hacer esta evocación para
lamentar que Borges no esté vivo, pues habría incluido sin duda
este hecho en su Historia universal de la infamia. Confío en que la Cuba
de mañana no quede tan sucia como para que nadie repita, ni siquiera con
Castro, la bajeza que Castro ha cometido contra Yanes Pelletier.
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