Andres Reynaldo. Publicado el sábado, 13 de octubre
de 2001 en El Nuevo Herald
No es que yo quiera llevar el agua a mi vasija. Pero a medida que se
desenreda la madeja de los ataques terroristas del 11 de septiembre crece en mí
el presentimiento de que una de sus tenebrosas hebras podría estar cosida
a La Habana. Es verdad que quien vive de ilusiones muere de desengaños. Aún
así, hagamos este modesto ejercicio de especulación. Estoy seguro
que no será, a fin de cuentas, el más disparatado. No más
disparatado por cierto que los de algunos cubanólogos del patio, capaces
de anunciar durante casi 40 años la inminente apertura del castrismo, por
ejemplo. Para ellos, la cubanología es una rama de la anestesiología.
Especulemos. Apenas dos meses antes de la tragedia, Fidel Castro anduvo de
gira por Malasia, Irán y Libia. A su regreso, comentó que habría
sorpresa y vaticinó que el imperialismo sería puesto de rodillas.
Entonces, la lógica y la costumbre dictaban que se trataba de otro acceso
de chavismo: ese recién descubierto síndrome de origen venezolano
que da por decir precisamente todo aquello que puede hacernos parecer como un
idiota. Hoy, esas palabras quedan por descifrar. No es chavismo, sino puro
castrismo: bravuconada amparada en la ambigüedad, correr la voz y no dar la
cara, política de fase anal, protagonismo de opereta.
Luego, tenemos el caso de la espía Ana Belén Montes. Curioso
que, en medio de esta crisis global, la única persona apresada bajo
cargos de espionaje trabajara para Cuba. ¿Casualidad? Quizás. Lo
cierto es que Montes, analista de la súper exclusiva agencia de
inteligencia del Departamento de Defensa, llegó a pasar informaciones tan
comprometedoras para la seguridad nacional que ni siquiera han podido ser
mencionadas en el alegato acusatorio del FBI. Aquí ocurre lo mismo que
con la Red Avispa. ¿Por qué los cubanos se arriesgan a buscar
información que, en pura defensa, no necesitan ni se preocuparon de
obtener durante décadas?
Por último, veamos las andanzas en la Florida de Mohamed Atta, el líder
de los terroristas suicidas. Su conocimiento del terreno era notable. Homestead,
Opa-locka, Delray Beach, Miami, eran sus escenarios habituales. Sabía a
cuál remota oficina del Departamento de Agricultura acudir a fin de
conseguir un préstamo para comprar una avioneta de fumigación.
Logró entrar inadvertido por la aduana del Aeropuerto Internacional de
Miami con una visa vencida. Acumuló cientos de horas de vuelo sobre
nuestros cielos, suponiendo que, de paso, no estuviera trazando las coordenadas
de un futuro ataque. No es preciso ser un experto en contraterrorismo para
suponer que estos desplazamientos tenían que estar apoyados por una
previa labor de inteligencia. Siendo así, ¿quién proporcionó
esa información? En un área donde uno puede recordar durante meses
al último árabe que vio en la calle, Atta se sentía seguro
y aparentemente hasta relajado.
De las naciones enemigas de Estados Unidos, Cuba es la más cercana,
con amplio conocimiento del terreno y estructuras capaces de garantizar
santuario, operaciones de fuga y apoyo logístico. Sobre todo, es la única
vinculada por más de tres de décadas al terrorismo árabe y
con una agresiva campaña de penetración en los sectores informáticos,
burocráticos y militares norteamericanos. No habría que extrañarse
si Castro amanece un día con una orden de búsqueda y captura
colgada de internet.
Por supuesto, él siempre tiene la alternativa de fusilar a unos
cuantos militares acusados de colaborar a sus espaldas con los extremistas islámicos.
Pero en esta ocasión deberá afinar la puntería. Ahora no
estamos hablando de complicidad con el trasiego de drogas sino de participación
en un asesinato de masas que ha herido el tejido económico, cultural y ético
de toda una civilización. Si venimos a ver, Castro acaba por hacer
historia en grande, no ya como un glosolálico tirano tropical que arruinó
a su patria y desafió a Estados Unidos sino como uno de los carácteres
típicos de la hez de la humanidad.
Es cierto que su perfil militar lo aparta de este escenario tremebundo. El
dictador siempre se ha cuidado de no provocar una respuesta armada de Washington
contra la isla. Recordemos que en 1983, cuando los norteamericanos tomaron
Granada tras la rendición en masa de las tropas cubanas, no se le ocurrió
siquiera montar un micrófono frente a la Sección de Intereses en
La Habana. Una cosa es jugar con la cadena y otra con el mono. Sin embargo, su
vanidad, su amargura y el sofocante peso de su ridículo pueden
arrastrarlo a buscar un final apoteósico cuando ya tiene un pie en la
tumba. Habría que ver si esta vez sus generales quisieran seguirle el
paso.
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