Emilio Ichikawa. Publicado el jueves, 29 de noviembre de
2001 en El Nuevo Herald
Una persona muy respetable y a quien, de cierta manera, llegué a
querer, me ha dirigido a propósito de un incidente unos reproches
realmente duros. Desproporcionados, según mi forma de evaluar el evento.
Sé que mi deber es buscar, más allá de cualquier malestar,
el núcleo racional que los animó; pero igual debo decir que nunca,
ni siquiera en la Cuba de Castro donde siempre existen "momentos históricos''
para humillar a las personas, me habían amonestado así.
Yo no me siento incómodo ante el enemigo; incluso a veces, las
ofensas que de ese lado vienen me estimulan. Pero las discusiones con amigos y
con personas a quienes quiero realmente me desarman. Ellos lo saben, y en amor y
amistad es muy fácil derrotarme porque las peleas me vuelven vulnerable.
En estos casos generalmente no ataco, pues la guerra que hago tiene para mí
visos de automutilación. Es lo que ha pasado esta vez.
A esta altura de nuestra historia es muy difícil establecer un
consenso acerca de si la sociedad existente en Cuba es efectivamente comunista,
revolucionaria, socialista o castrista. Lo que sí está fuera de
toda duda es que existe una sociedad muy peculiar, diferente de la "Cuba
tradicional'', que ha emergido del proceso histórico inaugurado en 1959.
Y le digo a esta sociedad sencillamente "castrista'' por razones obvias.
Fidel Castro ha sido, en el ejercicio de una voluntad de poder inconmensurable,
la gran constante a lo largo de todos estos años.
A partir de este hecho se me presenta el siguiente problema: ¿somos
nosotros, los nacidos en esa sociedad, también castristas? O para decirlo
en la persona más legítima en la perspectiva postmoderna (la
primera del singular): ¿soy yo, aun sin saberlo, un elemento castrista?
Igual que en La Habana se califica de "neoanexionistas'' a muchos jóvenes
intelectuales, afirmando que lo son aun cuando no existan pruebas de sus
gestiones, ni siquiera de sus simpatías acerca de esa cuestión, en
Miami se suele llamar "comunistas'' a aquéllos que lo serían,
aun sin saberlo. Para gente que piensa así, y que cree que por haber
nacido en el castrismo uno es al fin y al cabo también culpable, debería
responder sin complejos: bueno, está bien, pues soy castrista; y a cierta
honra.
El castrismo es entre otras cosas una sociedad plebeya, que fundió
los cubiertos de plata con que la burguesía cubana comía la yuca,
y plagó de maestros "makarenkos'' las casas de Miramar. Esos jóvenes
quitaron los paisajes de las paredes y desprendieron los inodoros para defecar
en cuclillas; lo que, dicho sea de paso, si bien es una falta desde el punto de
vista de la urbanidad, es lo más recomendable desde el punto de vista médico.
La revolución de 1959 hizo popular una versión "chusma'' del
derecho a la igualdad. Emergió de ella una sensibilidad "parejera'',
y el país funcionó con la familiaridad de un gran taxi, para
utilizar la conocida imagen de Jorge Mañach.
Gente como yo se acostumbró a la indistinción, y por eso hemos
pagado un alto precio. Deberían existir, pero no existen jerarquías
inamovibles en una estructura mental de este carácter. Apenas las que
impone el espíritu, Dios, o ciertas formas de entender la bondad. Pero no
otras; mucho menos la que se establece a partir de la fecha de llegada a Miami.
Si yo a veces le hablé a Miami como si siempre hubiera vivido ahí;
si a pesar de ser un recién llegado no reduje mi estilo ni experimenté
complejos, no fue por faltarles el respeto a las jerarquías. Fue
simplemente por desconocerlas. No me importan. Me da lo mismo un zapador que un
lord (palabra que, por cierto, Borges sorprende en el anglosajón antiguo
significando panadero). Respeto a gente íntegra y de éxito en el
exilio. Agradezco mucho la existencia en nuestra genealogía nacional de
apellidos como Goizueta o Fanjul, pero en esa "galería de hombres útiles'',
como diría Bachiller y Morales, mi generación (la "generación
mikimbín'') también tiene nombres que exponer. Llegará el
momento.
Además de "parejeros'', los "castristas'' solemos ser
impuntuales, olvidadizos, insomnes, y nos conducimos con una campechana
insolencia que no alcanza a cubrir nuestra inseguridad. Pero bueno, ¿habíamos
quedado en que el socialismo era un desastre o no? Yo no creo haber defraudado a
nadie. Me he equivocado, pero no he mentido. He hecho sufrir a gente, pero ellos
saben que en eso de sufrir aporto demasiado. Veo que lo de Miami está
dejando de ser un problema político para convertirse en un desencuentro
cultural. El exilio cubano no está desunido por falta de líder;
está desunido por faltar el respeto a las diferencias, por ese aire de
superioridad con que el que llegó ayer mira al que llegó hoy, y el
de hoy al que llegará mañana. Tengo la impresión de que la
víctima que llegó en los años 60 perdona mejor a un
miliciano que salió detrás, que a otra víctima recién
llegada.
Yo soy apenas un estudioso, un escritor; de mí no puede esperarse
otra cosa que no sean palabras o hechos vinculados a la emisión de esas
palabras. No tengo la virtud práctica de Rafael García Bárcena,
que se rebeló contra un dictador (sí, lo era Batista en 1952, sin
lugar a dudas), ni la conciencia cívica de un Roberto Agramonte, que
aspiró a la presidencia. Sólo me interesa estudiar, leer y
escribir; y el único plan práctico en que me enrolaría en
la Cuba futura es en la conducción de una escuela. Si eso hace falta, yo
hago falta. Si no, pues asumo con serenidad mi destino fútil respecto a
lo cubano.
Siento mucho que hasta ese lugar lleguen mis expectativas. Y me pesa todavía
más que me digan que estoy obligado a ser castrista hasta el día
en que me muera, porque de verdad había puesto mucho empeño en
dejar esos estigmas atrás.
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