Daniel Morcate. Publicado el viernes, 23 de noviembre de
2001 en El Nuevo Herald
Si en algo descuellan los tiranos es en el desprecio de los pueblos a los
que someten. La catástrofe que ha provocado el huracán Michelle en
Cuba nos está dando otra muestra de esta verdad tan antigua como la tiranía
misma. Fidel Castro la está manejando como otro desafío político
en el que ve en juego su reinado vitalicio, no el bienestar de millones de
cubanos a quienes la doble desgracia de la tormenta y su régimen
incompetente ha colocado una vez más a las puertas de la camboyización.
Horas después del paso arrollador de Michelle por la isla, Castro le
restó importancia a sus efectos, describiéndolo como un cicloncito
más de los que suelen pasearse por el Caribe cada año. Su
veredicto se basaba apenas en un par de visitas a hoteles para extranjeros, la
nueva clase de Cuba, y un recorrido por viviendas rurales previamente
seleccionadas por los adulones encargados de ajustar la precaria realidad cubana
a los deseos de su jefe. Cuando Castro ofreció su ya famoso veredicto,
los tasadores del régimen aún no habían llegado siquiera a
las vastas zonas rurales que incomunicó el huracán. Mucho menos la
prensa extranjera, que baila al son que le toca la policía castrista.
Pero Castro contaba con todo lo que necesitaba para dictar sentencia: su
determinación de que los destrozos de Michelle no se conviertiesen en un
factor potencialmente desestabilizador de su gobierno.
Ni siquiera toda la falsificación de los hechos de la que es capaz un
régimen tolitario, sin embargo, pudo ocultar por mucho tiempo los
estragos que causó Michelle. Ante la evidente necesidad de ayuda
extranjera masiva, Castro no se desmintió, pero sí dejó que
sutilmente lo hiciera Carlos Lage, testaferro que suele utilizar como portador
de las malas noticias económicas. Lage, y posteriormente otros
funcionarios de menor rango, hablaron de cinco muertos, decenas de miles de
viviendas total o parcialmente destruidas, 700,000 damnificados, cosechas
arruinadas, medio país sin electricidad. El cicloncito pasajero que había
elucubrado la mente extraviada de Castro de pronto adquirió las
dimensiones de un cataclismo profundo, de consecuencias imprevisibles. Y esto
según estadísticas preliminares y probablemente modestas del
propio régimen, que ningún sector independiente ha tenido ni tendrá
la oportunidad de corroborar.
No conforme con haber subestimado estratégicamente los daños
del hucarán, ahora Castro se empeña en otra estratagema que
lesiona los intereses del infeliz pueblo de Cuba. El dictador quiere pagar al
contado, con $30 millones, los alimentos y medicinas que el gobierno de Estados
Unidos le ofreció con carácter gratuito, como ayuda humanitaria.
Castro podría usar ese dinero en efectivo para aliviar un poco más
las miserias de sus compatriotas damnificados. Incluso podría adquirir
productos similares en mercados más baratos de América Latina. En
un país al que él mismo ha condenado a la indigencia crónica
y que debe hasta los clavos a la comunidad internacional, $30 millones no son
una suma precisamente desdeñable. Pero Castro prefiere invertirla en una
temeraria apuesta política de resultados cuando menos inciertos. Con su
contraoferta, absurda desde cualquier perspectiva de negocios, el dictador
cubano busca ahorrarse la humillación de aceptar asistencia generosa del
país de cuyo odio se alimenta su régimen. En su mentalidad
retorcida, haberla aceptado en su forma original habría significado
perder crédito político en los sectores que se han tragado la fábula
del inocente David en perpetua liza con el Goliat abusador. Castro también
se ha planteado esta inversión no solicitada como un nuevo ataque
indirecto al embargo norteamericano que le impide obtener nuevos créditos
impagables para sostenerse en el poder. El mensaje es tan claro como falaz: si,
en medio de una catástrofe natural, Cuba es capaz de pagar al contado por
productos humanitarios, entonces también puede ser un buen socio de
Estados Unidos en situaciones normales. La verdad es que Cuba no es buen socio
de nadie porque sólo comercia en condiciones desfavorables para los demás
países y entidades bancarias a los que debe cantidades astronómicas
de dinero que, debido al huracán Castro, jamás podrá pagar.
Castro también quiere invertir ese dinero en levantar el perfil de
los cómplices e idiotas útiles que promueven sus causas en Estados
Unidos, los cuales habían quedado un tanto alelados con el cambio de
guardia en Washington, los sucesivos escándalos de espionaje castrista y
las investigaciones de terrorismo en las que inevitablemente aparecen las
huellas, todavía tenues, del régimen cubano. En esta larga lista
de prioridades estratégico-políticas de un tirano marginado de la
realidad de su pueblo, las calamidades que éste sufre tienen el valor de
anécdotas fugaces.
Frente al delirio narcisista de un gobernante envilecido y errático
como Castro, la comunidad democrática tiene el deber de acudir en ayuda
urgente de las víctimas de Michelle en Cuba. Si muchos cubanos han
sobrevivido al huracán Castro, también pueden sobrevivir a
Michelle. Pero el reto de hacerles llegar la ayuda no será fácil.
La efectividad del esfuerzo dependerá de convencer al dictador, de una
forma o de otra, de que la acepte y distribuya entre los cubanos que la
necesitan para subsistir en condiciones humanamente tolerables.
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