Cuatro
naranjas
Manuel Vázquez Portal, Grupo Decoro
LA HABANA, noviembre (www.cubanet.org) - Un país no es un pobladito,
una aldea, un caserío. Cuba, desde el Cabo de San Antonio hasta la Punta
de Maisí, es una isla bien larga. Tiene, según me enseñaron
en la escuela primaria -no he actualizado los datos desde entonces y la geografía
no es mi fuerte- alrededor de 760 millas de longitud.
En mi infancia estaba dividida en seis provincias, cuatro regiones geográficas
y algunos archipiélagos con nombres exóticos como los de los
Canarreos, Sabana Camagüey, Jardines de la Reina. Pero esto ha cambiado
mucho. Ya las provincias son catorce, la Isla de Pinos se llama Isla de la
Juventud, y Cuba no es una isla sino un archipiélago; menos mal que no se
les ha ocurrido hacer un pedraplén hasta Miami para convertirnos en una
península, porque si no, fuéramos un desierto.
Y teniendo en cuenta que Cuba no es tan pequeña como parece y que el
ciclón Michelle no la recorrió de punta a cabo, no sé por
qué el gobierno se empeña en hacer que parezca una heroicidad
haberlo resistido.
Como dije en un reporte anterior, el país no sufrió grandes daños.
Apenas unos postes derribados, algunos bohíos -que ya no debían
existir en el país según los logros de la revolución-
desarbolados, y seis u ocho naranjas desprendidas en la zona de Jagüey
Grande.
Sin embargo -ojalá ya no tuviéramos embargo; eso sería
señal de que tampoco tendríamos otras cosas más malignas aún-
la propaganda oficial ha armado una algazara descomunal. Horas y horas de
televisión mostrando el desastre y los recorridos del Premier por las
zonas afectadas.
¿Pero creerán de verdad que uno se chupa el hollejo?
En Cuba, que yo haya recorrido, existen, a más del plan citrícola
de Jagüey Grande, el de Ceballos, que se extiende hasta Morón, y que
gozó ha mucho tiempo de fama; el de Ceiba del Agua, en provincia Habana;
el de Solas, en la provincia Camagüey; el de Veguitas, en la provincia
Granma, sin contar el de Isla de Pinos, que a ése también se le
cayeron sus toronjitas bobas.
Pero un desastre, lo que se llama un desastre, no fue. Ya quisieran muchos
(sobre todo los llamados finqueros, una especie de arrendatarios del gobierno,
que el propio gobierno inventó para estimular a que alguien atendiera los
naranjales que se perdían irremediablemente en pleno período
especial por falta de atención y mano de obra) que los países del
Este de Europa y la extinta URSS, quienes en su tiempo nos embullaron a sembrar
tanta naranja, compraran todavía los cítricos que produce el país.
El ciclón ni pasó por Solas, ni por Veguitas, ni por Ceballos;
a Ceiba del Agua no le hizo mucho daño ni a la Isla de Pinos tampoco. ¿Cuál
es el alboroto entonces? Las cuatro naranjas que se cayeron en Jagüey
Grande, a más de que fueron recogidas inmediatamente y enviadas a la
procesadora de Ciego de Avila, no significan tanto en la producción
nacional.
Por lo demás, exageraciones y discursos. Pena debía darles
mostrar esas casuchas de paredes de tablas y techo de guano que, en barrios de
la Ciénaga de Zapata y Corralillo, derribara el ciclón pero que
igualmente se hubieran desmoronado con el pedo de un chipojo o la micción
de una rana.
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