Michelle, la
mujer de aire que perdonó a la Habana Vieja
Ramón Díaz-Marzo / CubaNet
LA HABANA, noviembre - Por primera vez el Dr.Rubiera, director del Centro
Nacional de Meteorología, ubicado en el ultramarino pueblo de Casa
Blanca, ha colocado su flecha en el blanco. El Dr.Rubiera había
vaticinado, con un mes de antelación, que en esta temporada ciclónica
Cuba tendría muchas probabilidades de ser víctima de un organismo
tropical de gran intensidad; pues las estadísticas señalan que
cada 50 años estos fenómenos repiten su conducta.
Durante el paso del huracán por Cuba, con su descomunal radio de acción
que abarcó todas las provincias occidentales, he tenido tiempo de meditar
que si un mal día nuestro mundo fuera privado de luz eléctrica mi
teoría de que la soledad es un acto sabio se derrumbaría.
El 5 de noviembre, poco antes de las 6 de la tarde, salí de mis
habitaciones en el hotel Monserrate y busqué refugio sicológico en
la habitación de mi vecina Teresa. Al llegar a la habitación de
Teresa iba provisto yo de un radio de pila donde estuvimos escuchando los
boletines meteorológicos del paso del Huracán Michelle por la
provincia de Matanzas. En la habitación de Teresa se encontraban vecinos
del quinto piso de nuestro edificio. Estaban allí por causa de los
vientos fuertes que soplaban con ráfagas de más de 90 kilómetros
por hora; y permanecer en el quinto piso del hotel Monserrate, que es uno de los
edificios más altos de la Habana Vieja, era peligroso. Esa noche los
vecinos del quinto piso se quedarían a dormir en la habitación de
Teresa.
Los vecinos del quinto piso son Héctor y su mujer, con los dos niños:
David, de dos años, y Barbarita, de 12 años. A los pocos minutos
se sumó al grupo el viejo Pepe, que es también un vecino mío
del segundo piso y que, como yo, vive solo.
Desde la habitación de Teresa podíamos ver una parte del
Parque Central y una parte de las azoteas de edificios del municipio Centro
Habana. La tarde se tornó sombría. Pronto una noche espeluznante
nos cubrió. Desde la habitación de Teresa podíamos
examinar, a través de un ala abierta de la puerta del balcón, las
proyecciones fantasmagóricas que las luces de algunos vehículos
proyectaban contra las estatuas del Centro Gallego, y que ofrecían una
visión tenebrosa, como si la ciudad se hubiera convertido, con el rugido
de las ráfagas de viento de 90 kilómetros por hora, y el silencio
de sus habitantes, en zona de muerte.
Desde tempranas horas de la tarde el fluido eléctrico había
sido interrumpido desde Pinar del Río hasta Ciego de Avila. Por la radio
de baterías supimos que el huracán Michelle estaba entrando por la
costa sur de Matanzas. Y aunque me resulte penoso confesarlo, respiramos
aliviados; la Habana Vieja no habría soportado a esta "mujer"
con sus largos cabellos de 215 kilómetros por hora. El 30% de nuestros
viejos edificios se habrían derrumbado. Y aunque la Defensa Civil hubiera
intentado evacuar a muchos de sus moradores con horas de antelación, la
catástrofe humana no hubiera podido evitarse.
Al siguiente día me enteré de que algunos cristianos de la
Habana Vieja le habían estado rezando a la Virgen de la Caridad del
Cobre. Y la Virgen escuchó.
Durante 38 horas un municipio tan complejo como la Habana Vieja no tuvo
fluido eléctrico. Y no se podía cocinar alimentos porque también
faltaba el gas manufacturado.
Fue una experiencia de guerra. Muchas personas estuvieron más de 24
horas sin ingerir alimentos sólidos.
En la tarde del día 6 se corrió la voz de que distribuirían
keroseno y alcohol. Y a las tres de la tarde yo salí corriendo de mi
casa, con mi Libreta de Racionamiento, en dirección a la Oficoda donde me
entregaron un vale que me daba derecho a adquirir 1 litro de alcohol y 1 litro
de keroseno en una bodega situada en Obrapía, entre Aguacate y
Compostela. Pero cuando llegué al lugar me encontré con una
multitud de más de 500 personas que pujaban unos contra otros por ser los
primeros en recibir el combustible para cocinar y alumbrarse con quinqués.
Hubo un momento en que me resigné a la idea de esperar a que
volvieran a conectar el fluido eléctrico. Pero alguien dijo que este
estado de cosas podía durar hasta tres días. Y aunque no me crean,
más importante que cocinarme un poco de arroz con huevo, era disponer de
un quinqué que me eximiera de pasar otra noche sin leer. Por eso mi
obsesión eran las velas. Y mientras la inmensa cola era arreglada por un
pelotón de 5 policías que llegaron inesperadamente en un carro
patrullero, le dije a un matrimonio que iba detrás mío que me
cuidaran el puesto en la cola.
Salí a la calle del Obispo, pero todas las tiendas en área dólar,
donde siempre hay velas, estaban cerradas. Y cuando me disponía a volver
para la cola me encontré con un conocido del barrio. Y mientras hablaba
con él, de repente tuve ante mí, caminando por el centro de la
estrecha calle del Obispo, y escoltado a ambos lados por dos corpulentos
individuos con guayabera, al Presidente del Principado de Asturias, Sr. Vicente
Alvarez Areces, que a su llegada a Cuba había declarado que en ésta,
su segunda visita a la Isla, no desaprovecharía la oportunidad de
recorrer las calles de la Habana Vieja de manera informal. Así que al
verlo a dos metros de mí tuve la suicida idea de invitarlo a que desviara
su recorrido para que presenciara una cola en Cuba, pero el individuo que iba a
su derecha me miró mientras sostenía una pequeño
radio-comunicador, con una fijeza tal, que era como si me hubiera leído
el pensamiento. Cuando se alejaban observé en la cintura tapada por la
guayabera de este individuo el inconfundible bulto que provoca la culata de una
pistola de gran calibre.
En la mañana del día 7 ya tenía una idea general de la
crónica que escribiría sobre el huracán Michelle. Así
que subí hasta la azotea de mi edificio. El cuadro que se presentó
ante mis ojos fue aterrador. Dos enormes tanques de agua, sostenidos en el aire
por unas cabillas de acero a punto de partirse en diferentes lugares por el óxido,
era lo único que nos separaba de una catástrofe. Así que
pude comprobar personalmente por qué los vecinos del quinto piso viven en
la constante zozobra de que un mal día bajarán velozmente hasta la
calle envueltos en el escombro del derrumbe que vaticinan las paredes rajadas y
húmedas de sus habitaciones.
Los vecinos más afectados del quinto piso son el viejo Alfredo, de 75
años, y la familia de Héctor Macia Castillo, que fueron los
vecinos que pasaron la primera noche del huracán en la habitación
de Teresa; todos con categoría A de refugiados de edificios en peligro de
derrumbe.
Y hablando de categorías les digo que, del mismo modo que los
ciclones y huracanes se miden por el orden numérico de l, 2, 3, 4, 5, así
también las personas que viven en Cuba en edificios con peligro de
derrumbe son clasificadas en expedientes con categoría A, B, y C. En el
caso de mi edificio, el ex-hotel Monserrate, todos los habitantes del quinto
piso tienen abierto un expediente con categoría C. Los únicos que
ya tienen la A, que es cuando las construcciones están a punto de ceder,
son el el Sr.Alfredo Torres de 75 años, y el núcleo familiar
encabezado por el Sr. Héctor Macia Castillo, de 33 años.
Lo curioso de este "ex-hotelito" (cuya tarja identificatoria fue
quitada de su lugar después que el escritor cubano Abilio Estévez,
refiriéndose a Reinaldo Arenas, publicara una crónica en la
revista "Encuentro de la Cultura Cubana") es que si un día el
quinto piso cediera, el peso de la caída lo recibiría el cuarto
piso... el final de esta historia sería que todo el escombro de un
edificio construido en los primeros años del siglo pasado, caería
sobre los extranjeros y cubanos que alegremente están en el Bar-Cafetería
Monserrate las 24 horas del día tomando cerveza y masticando carnes en la
famosa esquina de Obrapía y Monserrate, justo frente al poderoso y
antiguo Centro Asturiano de La Habana, hoy devenido en Museo de Arte de Cuba.
Ramón Díaz Marzo es el autor de "Cartas
a Leandro", una novela testimonial que CubaNet prepara para su próxima
publicación.
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