Rafael Rojas. Publicado el lunes, 5 de noviembre de 2001 en
El Nuevo Herald
La diferencia entre una diáspora y un exilio no sólo reside,
como indica la etimología, en que la emigración de la primera es
dispersa, errante, y la del segundo localizada, asentada no en uno o varios países,
sino en una distinta concepción del regreso, en un diferente
entendimiento político de la repatriación. Hasta la fundación
del estado de Israel, hace 53 años, el ideal de vida del kibutz se
reprodujo libremente en cualquier campiña del planeta. Después de
1948 millones de judíos han vivido en el corazón de cualquier
etnia o nación sin una expectativa de regreso.
En los últimos 43 años los cubanos hemos tenido un exilio y
una diáspora. Hasta mediados de los 80, las sucesivas oleadas de
emigrantes cubanos (el golden exodus, Camarioca, los vuelos de la libertad,
Mariel...) se dirigieron, sobre todo, a los Estados Unidos y rápidamente
se insertaron en la política del exilio. A partir de entonces comenzó
a producirse un nuevo tipo de emigración: el de decenas de miles de
profesionales, en su mayoría, hacia ciudades latinoamericanas y europeas,
y que, autorizados para residir en el exterior, podían regresar
eventualmente a la isla.
Esa emigración, a la que se han colgado varias etiquetas que no hacen
más que reafirmar su carácter diaspórico ("terciopelo'',
"baja intensidad'', "quedaditos''), continuó en los 90. La
pasada década, sin embargo, será recordada por dos oleadas
migratorias hacia los Estados Unidos: la de los balseros y la de quienes ganan
una visa en el "bombo'' anual del State Department. No conozco ningún
buen estudio sobre estas emigraciones, pero tengo la impresión de que la
mayoría de esos últimos migrantes viaja con cierta regularidad a
la isla.
Esto quiere decir que así como las emigraciones cubanas de los años
60 y 70, lo mismo en Miami que en Madrid, México, San Juan o Caracas, se
asumen como exilio, las emigraciones de los últimos años, en
cualquier lugar del mundo, se asumen como diáspora. Los primeros no
regresan hasta que muera Fidel Castro y se inicie una transición a la
democracia y el mercado en Cuba. Los segundos piensan que la transición
ya comenzó o, simplemente, establecen una relación con la familia
y la sociedad civil cubanas que no pasa por la oposición, la disidencia o
la crítica pública al régimen de La Habana.
Esta diferencia estimula algunas percepciones erróneas de unos y
otros, es decir, de quienes viven la emigración como diáspora y
quienes la viven como exilio. Con demasiada facilidad se piensa que el sujeto
diaspórico es más cultural que político y que el exiliado
es más político que cultural. Cuando lo cierto es que ambos son
políticos y culturales de distinta manera.
Los miles de jóvenes emigrantes que regresan cada año a
visitar, por sólo veinte días, a sus familias son portadores de
las nuevas políticas del siglo XXI. Y a la vez, muchos de los que han
decidido no regresar hasta que se produzca un cambio de régimen trabajan
con pasión por la cultura cubana. Uno de los retos de los nuevos
estadistas cubanos será interpretar y movilizar, hacia la democratización
de la isla, el diverso comportamiento político de la diáspora y el
exilio.
Ami juicio, la visión del regreso marca la verdadera diferencia entre
diáspora y exilio. El exiliado piensa la repatriación como un
regreso definitivo que le devolverá la nación perdida y cerrará
el lapso del destierro. El emigrante de la diáspora piensa, más
bien, en una repatriación reversible, intermitente, más a tono con
una era postnacional, en la que es posible regresar a la isla sin residir para
siempre en ella.
Se trata, pues, de repatriaciones electivas, derivadas de múltiples
condiciones migratorias, igualmente valiosas para el futuro plural de la nación
cubana.
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