Durante la década de los setenta, pasaba yo largas horas sumergida en
el mundo del siglo XIX, en aquellas salas del Archivo Nacional o de la Colección
Cubana de la Biblioteca Nacional. Con la pasión de un arquéologo,
empecinada en reconstruir la vida y la época de la poeta cubana Juana
Borrero, ponía atención en los detalles y en cuanto material
cayera en mis manos sobre la joven, muerta a los diez y ocho años, en
Cayo Hueso, autora de una extraordinaria obra poética y pictórica.
Por fortuna, Juana amaba el arte de la correspondencia y a través de
sus cartas o notas, ahora amarillentas o comidas por las polillas, iba paso a
paso armando el rompecabezas de esa vida, la de una hermosa y atormentada joven
cubana de finales de 1800, que había tenido el privilegio no sólo
de ser hija de un gran patriota, el médico y escritor Esteban Borrero
Echevarría, sino de haber conocido a José Martí en Nueva
York y pintado para él una cubanísima palma.
En medio de un mundo de conspiradores, espías al servicio de la
colonia y romanticismo epocal, me llamaba la atención el espíritu
de amistad que reinaba entre los intelectuales cubanos de la época. Por
supuesto que no dejaban de asomar las orejas los envidiosos y hasta algún
que otro canalla, pero lo que prevalecían eran las tertulias, las visitas
a la casona de los Borrero en Puentes Grandes o las reuniones en la Acera del
Louvre, frente al hotel Inglaterra. Los escritores y artistas de esa época
eran amistosos entre ellos y vivían la exaltación de esos valores.
Mucho antes, a mediados de siglo, vemos a Anselmo Suárez y Romero, el
autor de Francisco o las delicias del campo, dándonos detalles de sus
relaciones amistosas, los bailes a los que asistía, las comidas a que era
invitado y sus viajes de recreo y descanso en las quintas de los amigos en
pueblos aledaños a La Habana. Notorio y de gran calibre intelectual fue
el salón de Domingo del Monte, en una época de formación de
la nacionalidad, adonde acudía lo más selecto, pero también
los escritores más nuevos y sin nombre. Del Monte, autor del Centón
literario, hombre riquísimo que llegó a ser mecenas de la cultura
en Cuba, no tiene paralelos en nuestra historia y posiblemente en América
Latina.
Sin embargo, vemos cómo la llegada de la revolución en 1959 no
sólo destruye a las familias, las separa, las divide, las llena de odios
personales, sino que corta los lazos que parecían unir a los
intelectuales cubanos. Dentro del marco de la cultura prerrevolucionaria el
odio, la cizaña, la denuncia, el espionaje y la maldad eran desconocidos
entre la mayoría de los artistas. No me hable nadie de las pequeñas
rencillas entre José Rodríguez Feo, José Lezama Lima,
Virgilio Piñera o la "pelea'' de Alejo Carpentier con Carlos Enríquez.
Nada comparable a lo de ahora. No sólo han sido atacados y vilipendiados
públicamente los que no piensan como la oficialidad, sino los propios
seguidores de la fe marxista. La gente vive temiendo a cada momento el ataque,
la crítica, la caída en desgracia, la pérdida de los
privilegios.
Y ese mismo odio cruzó el mar desde los primeros años de
revolución y ahora viaja en avión hasta el propio aeropuerto de
Miami pues la meta es destruir al "enemigo'' en su propio suelo. Ahora
hablan de la falta de cultura de Miami, cuando en realidad lo que desean esos
servidores del sistema es estar viajando todo el tiempo a esta ciudad y luego
llenarse la boca para decir que arrasaron con los premios, etc. La cultura
cubana verdadera es, eso sí, una, no importa dónde se viva. Pero
cuando digo verdadera hablo de la que no se vende, ni vende su lengua, ni su
pluma, ni su talento para ensalzar al tirano. Una cultura dolorosa, franca,
dispuesta a decir su verdad no importa el precio que deba pagar.
Y a propósito de la amistad, aquí en Fort Worth hemos revivido
el arte de viajar para visitarnos, no importan las distancias. Hasta acá
ha llegado esta semana el farmacéutico y librero Armando Fragoso, un
amigo de New Jersey, quien desde principios de los sesenta se asentó en
Union City. Fragoso es un animador de la cultura, lo ha sido siempre desde su
farmacia-librería, cerca de la famosa calle Bergenline. Una novedad ésa
de promover los libros en medio de las medicinas. Su lema: "Medicinas para
el cuerpo y libros para el alma''. Como en los tiempos de los Borrero en Puentes
Grandes, nos reunimos con Fragoso a comer y a charlar. Yo lo conocía de
siempre, pero con otros había hecho amistad a través de la
internet. La época ha cambiado y los quitrines son cosa de hace dos
siglos, pero la trajinada camioneta de Gustavo Carmona, que amablemente se
ocupaba de trasladar a Fragoso, parecía enlazar los siglos, haciéndome
regresar a una época de dichas elementales, donde lo primordial eran la
amistad y la conversación tras un suculento almuerzo.
belkisbell@aol.com
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