El homenaje
Manuel Vázquez Portal, Grupo Decoro
LA HABANA, mayo - Hay días que uno amanece melancólico y le da
por recordar. Y aquel sábado fue uno de esos. La Habana se me metió,
entera, en la cabeza. No sabía por qué razón no quería
permanecer en casa. Invité a mi esposa y a mi hijo a comer fuera. A ella
se le iluminaron los ojos. A cualquier mujer cubana que la inviten, aunque sea
una vez en el quinquenio, a librarse de los malabares de la cocina y la escasez
del detergente, la invade la alegría.
No tenía idea de adonde los llevaría y fue el recuerdo de
Bernardo Marqués quien me decidió por un sitio. Le debo la ciudad
a Bernardo Marqués. Cuando llegué apenas si la conocía. La
Habana era para mí un sueño grandísimo. Me deslumbraban sus
edificios, sus avenidas, sus bares, su cercanía al mar. El me la mostró,
me la fue regalando trecho a trecho; fue revelándome sus secretos, sus
bondades, sus peligros. Acá tenía pocos amigos y él fue
prestándome algunos de los de él para que yo no me sintiera solo.
Entonces La Habana era distinta. Se podía entrar a todos los sitios.
Nuestros pesitos, con los rostros venerados de nuestros próceres, servían
para saldar las cuentas. Podíamos subir al bar de El Capri, embriagarnos
hasta el delirio en Las Cañitas del Habana Libre, agotar las reservas de
El Elegante en El Riviera, derrotar la madrugada en La Bodeguita del Medio.
Entonces La Habana era distinta.
Bernardo tuvo que abandonarla. Lo obligaron a irse. Se llevó con él
los vericuetos de Jesús María, las tardes de El Vedado, las
lecturas de Martí que hacíamos en su casa de Alamar. Quizás
nadie le haya echado tanto de menos como yo. Bernardo no fue sólo mi
cicerone. Muchas veces fue mi celestino en amores tormentosos, mi albergue en el
desamparo, mi loquero en mis frustraciones.
Gustaba de coleccionar libros y mostrarlos como joyas. De su biblioteca me
llevé en la memoria los versos de Pavesse y de Whitman, de Elliot y
Valery, de Cavafis y Neruda. También me enseñó que la poesía,
a veces, era más dolorosa que esa idea bucólica que traía
yo de mi Morón pequeño.
Por eso le debo la ciudad y un homenaje.
La Habana jamás podré pagársela. El me regaló
los tesoros de una ciudad noble, una ciudad, que aún en las ruinas,
enamora al viajero. Es cierto que El Floridita ya no es para mí, que en
La Mina me miran de reojo, que el Tritón no puedo ni soñarlo. Pero
es cierto también que una vez fue nuestra y que a él se la debo.
El homenaje quise brindárselo aquel sábado y terminé
escribiendo estas líneas nostálgicas.
La primera vez que almorzamos juntos fue en El Mandarín. Descubrí
el brócoli, el shop-suey y la sopa de vegetales. En Morón nunca
hubo restaurantes chinos. Almorcé sobrecogido. Las cortinas rojas, el
piso alfombrado, el bar del mezzanini habitado por rostros que sólo había
visto por televisión, los asiáticos corteses sirviéndonos a
la mesa, el aire acondicionado y la música instrumental brotando de algún
sitio que yo no podía adivinar. El disfrutaba mi susto, mi falta de
desenvoltura, mis guajiradas.
El Mandarín era el mejor sitio para un almuerzo de recordación.
Para hablar sólo sobre Bernardo Marqués. Para contarle a mi hijo
las travesuras de aquel hombre pequeño y gárrulo que lo asustaba
con sus aspavientos cuando él tenía apenas unos meses de nacido, y
que entonces estaba a punto de marcharse, perseguido, por el simple hecho de
haber firmado, junto a otros poetas, una carta contra el gobierno.
No quiero contar el chasco, la decepción, el desencanto. Bajo el dragón
lumínico que anuncia la entrada al Mandarín había una
acotación pequeña: "Oferta en moneda nacional". Se me
hizo sospechoso, pero corrimos el riesgo de entrar. Perdí la oportunidad
de homenajear a Marqués y me gané la despampanante lisonja de mi
hijo: "¡Papá, pero esto es una mierda!"
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