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Mayo 24, 2001



En un coche de aguas negras

Belkis Cuza Malé. Publicado el jueves, 24 de mayo de 2001 en El Nuevo Herald

Abro la ventana (la del recuerdo) y me veo caminando cuesta abajo por toda la calle Heredia, rumbo al centro de Santiago de Cuba. He dejado atrás la iglesia de Dolores, con su atrio imponente, la casa de Maruca, los portales que se inclinan como buscando un mar que adivino no lejos, hasta que de pronto las dos casas coloniales de aquel sitio santiaguero que día a día, durante cinco años, fue como mi segunda casa, aparece en la memoria.

Años adolescentes, años de bachillerato, de franjas en la saya, presididos por dos mujeres que hoy recuerdo como fortalezas inexpugnables frente a un mundo que muy pronto dejaría de existir. Anécdotas de borrosos compartimentos de la memoria, chispazos quizás, donde Cristi y Lucy, fundadoras y directoras del Instituto Pedagógico Católico, asoman ahora como pioneras en el arte empresarial, seguras de sí mismas, alternando la enseñanza académica con la de la práctica religiosa.

A ratos como mariposas atraídas por el recuerdo, le doy vida a este pasado y me desplazo, en sueños, a la Catedral de Santiago de Cuba; llevo el uniforme blanco de domingo, y un coro de ángeles desde la bóveda azul canta y gime a un tiempo, mientras parecería mirarnos con piedad, como si adivinase ese futuro de fuego que ya estaba por llegar. Hoy, otra caminata en mi antigua y querida ciudad, me hace volver los ojos hacia el presente. Voy detrás de un muerto de la patria, estoy ahí siguiendo los despojos de un hombre que no conozco, pero ni los policías de la Seguridad del Estado, ni la turba de paramilitares, van a impedirme que llegue hasta el cementerio de Santa Ifigenia. Conmigo hay ochenta, cien, doscientos más. No reconozco a nadie, sus rostros me son extraños, pero los gritos que salen de sus gargantas, parecen salir también de la mía, aunque no me haya movido de mi casa en Texas. Acompaño a ese muerto, como yo y todos acompañamos entonces el cadáver de José Martí, hace más de un siglo, hasta este mismo cementerio, precisamente por estos días. Hoy, al entierro del preso de conciencia Amelo Rodríguez (Marcelo Diosdado Amelo Rodríguez) vamos todos, como en el poema de Martí.

A Martí lo conocemos de sus hermosos poemas de desterrado; a Amelo Rodríguez sólo a través de una noticia que llega de Cuba por boca de un periodista independiente. Benditos los periodistas que tienen valor para dejar constancia de los muertos, de los atropellos, del dolor de mi pueblo. Benditos los que ya no tienen miedo, los que no se ponen de pie cuando entra el tirano. Y en paz descanse Amelo Rodríguez, preso de conciencia, muerto no se sabe cómo, aunque digan que murió de enfermedad.

Porque hoy los muertos cubanos mueren de cualquier cosa que no sea la muerte; mueren de cárcel, de represión, de hambruna de libertad, mueren de tristeza. ¡Qué tristes están los muertos en Cuba! Tristes, pero no solos. Ya no están solos. Ya tienen hermanos vivos que los secundan, que los acompañan para darles el último adiós, no como los muertos de los paredones, que ni sabemos dónde están.

Leyendo sobre la muerte de Amelo Rodríguez, de su humilde condición, de las causas que produjeron su arresto y luego su condena de tres años (porque discutió e insultó a un policía que no lo dejó entrar al hotel Casa Granda), se siente el peso de la tragedia cotidiana de la isla; pero es más, se siente la desmoralización y la podredumbre de esa revolución que ya no sabe cómo atajar a los opositores, que hoy más que nunca muestra sus pezuñas y mata silenciosamente. Sí, porque ya es del dominio público, según denuncian las organizaciones de derechos humanos, que asesinan en las cárceles cubanas, que liquidan a los opositores y a los que caigan en desgracia; que la muerte, la tortura sicológica y física es arma que usa el gobierno para acabar con los opositores y con todo el que haga demasiado ruido.

Por esas calles de Santiago, mis calles, se pasean hoy los recuerdos, como hace unos meses dicen que lo hizo inesperadamente el beatle Paul McCartney buscando quizás la casa donde nació y creció la verdadera trova. Allí, casi al doblar, se erguía el Instituto Pedagógico Católico, presidido por Cristi y Lucy. Hoy es historia y pasado. Aunque nada se haya borrado, y palpiten los recuerdos bajo una fina capa de polvo. Qué extraño resulta volver con la imaginación a Santiago. Sólo para repetir con Federico García Lorca aquella línea suya del poema casi profético, a propósito de su viaje a la ciudad: "En un coche de aguas negras, iré a Santiago. Iré a Santiago''.

belkisbell@aol.com

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