Daniel Morcate. Publicado el jueves, 24 de mayo de 2001 en
El Nuevo Herald
La aletargada política de Estados Unidos hacia Cuba podría
espabilarse y dar un salto cualitativo si se hace realidad la Ley de Solidaridad
Cubana del 2001, que se promueve bajo los auspicios del más saludable
bipartidismo. Su encomiable objetivo es intensificar la batalla de la información
dentro de Cuba, donde el régimen de Fidel Castro aún se las
ingenia para mantener un monopolio casi total sobre los medios de difusión.
La medida que se cocina lenta pero inteligentemente en Washington procuraría
minar ese monopolio totalitario, fortaleciendo las hoy precarias y asediadas vías
independientes de comunicación en la isla y estimulando el surgimiento de
otras nuevas.
La ley propuesta reconocería al fin, oficialmente, el enorme
sacrificio con que un puñado de mujeres y hombres valerosos han ido
arrebatándole al régimen castrista parcelas de autonomía
individual y libertad de expresión. Un sinnúmero de cubanos han
pagado con la cárcel, el ostracismo, el destierro e incluso sus vidas la
osadía de defender su derecho a pensar y actuar con independencia de los
designios del castrismo. Y, sin embargo, las democracias del mundo, que deberían
ser sus aliadas naturales, les han regateado el más mínimo
reconocimiento político y moral. En medio de sus bien documentados
errores, el gobierno del ex presidente Clinton tuvo el acierto de tender una
mano tímida pero efectiva a miembros de la resistencia democrática
en Cuba. La nueva propuesta se inspira en ese acierto y ofrece una partida
original de $100 millones en cuatro años para canalizar alimentos,
medicinas, teléfonos, equipos de fax y otros instrumentos elementales de
comunicación y supervivencia a cubanos comprometidos con la democracia en
la isla. Washington también se propone mejorar el alcance y la
efectividad de Radio y TV Martí.
La medida arranca, además, con el espíritu antisectario que
demasiadas veces ha escaseado en los esfuerzos por enfrentar a la dictadura de
La Habana. Sus principales promotores en el Senado son dos viejos adversarios
políticos, el republicano Jesse Helms y el demócrata Joseph
Lieberman. "La inversión que hicimos en la liberación de
Europa del Este nos ha rendido incalculables beneficios'', dijo Helms al evocar
iniciativas similares que fortalecieron a los movimientos libertarios en la
antigua Unión Soviética y sus satélites. "Nuestra política
exterior es superior cuando se basa en valores éticos'', puntualizó
a su vez Lieberman al destacar el compromiso político y moral que entrañaría
la legislación. Ellos y otros patrocinadores se proponen asistir a una
amplia gama de cubanos democráticos entre los que hay activistas
laborales, políticos, ambientalistas y de derechos humanos; periodistas
independientes; y miembros de gremios profesionales no oficiales y de
bibliotecas independientes.
Otro mérito nada desdeñable de la propuesta es que denota una
mayor comprensión de la realidad cubana y de la necesidad de correr
riesgos para destrabar la lucha por la democracia en la isla. Así, por
ejemplo, la medida apuesta por que, en la actual coyuntura cubana e
internacional, el régimen castrista no podrá reprimir con la
facilidad e impunidad de antaño a todos los ciudadanos que se incorporen
al empeño democratizador. Es cierto que el régimen continúa
invirtiendo gran parte de los recursos estatales en la represión de sus
críticos; y que su aparato represivo es una de las pocas cosas que históricamente
le han funcionado. Pero no es menos cierto que la dolarización de la
economía, las visitas de cubanos del exterior y la relativa apertura al
turismo que se ha visto obligado a decretar para conservar el poder han mermado
la efectividad de ese aparato tentacular. Esto podría a un tiempo
facilitar la distribución de la ayuda a los cubanos demócratas y
dificultar su represión.
En sus delirios faraónicos, que la senectud evidentemente exacerba,
Castro ha concebido el plan de una nueva alianza con regímenes parias
(Irak, Irán, Corea del Norte, China, Libia, Sudán) y alguna que
otra democracia descarriada, como la de Venezuela, contra Estados Unidos. La Ley
de Solidaridad Cubana sería una primera respuesta mesurada, pero firme,
de Washington al viejo dictador para devolverle el golpe donde más le
duele: dentro de Cuba, donde su reino de terror ha diezmado pero no aniquilado
la determinación de muchos cubanos de vivir en libertad. El gobierno
norteamericano debería dar un paso más y tratar de convencer a los
aliados para que discretamente se sumen al esfuerzo por fortalecer la
resistencia prodemocrática en la isla.
Que a pocos meses de haber cambiado los vientos políticos en
Washington se esté considerando una ley de solidaridad con la democracia
en Cuba representa un triunfo importante para los exiliados cubanos. Demuestra
que no eran infundadas sus esperanzas de que un nuevo gobierno mostrase mayor
sensibilidad a sus reclamos y, sobre todo, a los reclamos de los infortunados
cubanos de la isla. Atrás va quedando como opción seria toda
aquella mojiganga de los "intercambios culturales y deportivos'', los "pasos
calibrados'' y tantas otras sandeces que, en la práctica, no eran más
que expresiones sutiles de resignación, cuando no de complicidad, con la
dictadura. Pero a la nueva propuesta legislativa le queda un trecho escabroso
por recorrer, lo cual se refleja en las objeciones que le hacen incluso
adversarios del castrismo. Esas objeciones se merecen un capítulo aparte.
Y lo tendrán.
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