Carlos Alberto Montaner. Cuba
Nueva, martes, 22 de mayo de 2001 09:00 EMT - Año 2
Raúl Castro ha vuelto a referirse a la probable muerte de su
hermano Fidel. Es la tercera vez que lo hace en las últimas semanas. Pero
ahora ha añadido un matiz ilusionado: pese a la sombría aceptación
de que todos tenemos que desaparecer --una concesión curiosa en gente
patológicamente optimista--, parece que los revolucionarios no mueren del
todo mientras se mantengan en pie los sistemas de gobierno creados por ellos.
Estamos ante una versión caribeña de la teología
egipcia. Entre los egipcios, cuando las pirámides eran profanadas por los
saltatumbas o demolidas por los enemigos, los faraones perdían su condición
divina. Entre los revolucionarios --según el filósofo Raúl
Castro--, cuando los sistemas políticos erigidos tras el fragor de la
batalla son sustituidos por modos de convivencia diferentes, generalmente más
sosegados y habitables, la memoria de los revolucionarios se disuelve sin
gloria, son expulsados de la inmortalidad, y los cabecillas acaban hacinados en
una inscripción de tres líneas atropelladamente recogida en el
Larousse. Ahí terminó todo.
Mientras Raúl se estrenaba como un Marco Aurelio antillano y
pronunciaba su fúnebre advertencia, el hermanísimo Fidel trotaba
por el mundo en un avión ambulancia acompañado de médicos y
de lugartenientes, en medio de un frenético periplo diplomático
que lo llevaría a Argelia, la India, Irán, Malasia, Quatar, Siria
y otros exóticos lugares unidos por un áspero denominador común:
la mentalidad tercermundista. ¿Para qué ese viaje agotador en un
hombre tan enfermo, golpeado por el cáncer y zarandeado por varios
derrames cerebrales? Sencillo: es el último sacrificio del caudillo en
beneficio de su amado pueblo. Es su testamento final: crear un polo
antioccidental que le haga frente a la arrogante potencia americana, a la OTAN y
al siniestro apéndice europeo, para donárselo al pueblo cubano y a
los pobres de este mundo como legado postrero y prueba de una vida llena de
entregas y sacrificios sin límites.
¿Por qué este anciano moribundo se empeña en la
gigantesca tarea de revivir una suerte de guerra tibia a estas alturas de la
historia y de su almanaque personal? La respuesta tiene que ver con la pirámide
de marras. Castro está intentando crear un anillo de protección a
su monumento funerario. En sus delirios, ahora torpemente expresados con una
lengua astillada por la arterioesclerosis, supone que él puede "salvar
su obra revolucionaria'' mediante una operación de pinzas que tiene una
pata en la isla y la otra en el extranjero. En Cuba ha desatado una "minirrevolución
cultural'' --en realidad un molesto estado de agitación permanente-- y
tiene a sus fatigados compatriotas marchando y coreando consignas de todo tipo,
mientras en la televisión, la prensa y la radio se machaca un mensaje de "inquebrantable
adhesión a los imperecederos valores del comunismo, el antiyanquismo, la
antiglobalización y el antineoliberalismo''. Fuego sagrado que alimenta
con cualquier causa emocionalmente combustible: el niño Elián, el
embargo americano, la condena al régimen cubano en Ginebra por las
violaciones de los derechos humanos o las denuncias de los disidentes dentro de
la isla. Todo vale.
Pero ese inmenso griterío de desfiles y consignas --que acaba con los
zapatos y las cuerdas vocales de los pobres cubanos-- no basta. Los gringos
--Castro supone-- acechan dispuestos a dar un zarpazo cuando él ya no esté
en el mundo de los vivos. ¿Cómo evitarlo? Aquí viene la pata
extranjera de su estrategia: fomentando un aguerrido frente internacional capaz
de frenar el varapalo imperialista. ¿Hasta cuándo debe durar ese
escudo defensivo? No demasiado: hasta que las contradicciones del mercado hagan
estallar el injusto sistema de explotación que prevalece en el mundo y la
humanidad recupere los valores y principios del modelo comunista. Un momento
estelar que --Castro dixit-- está a la vuelta de la esquina.
¿Ha podido el comandante reclutar a alguien para esta loca batalla? Sí.
Por asombroso que parezca, Castro tiene un discípulo y varios aliados
coyunturales. El discípulo es el pintoresco Hugo Chávez, un hombre
cegado por los destellos de cierto fascismo camellero aprendido de los libios,
mezclado con el estalinismo cubano, víctima de un agujero negro instalado
en la cabeza, bajo su boina de paracaidista, en el que se funde y desaparece
cualquier idea razonable que se le acerque. Y los aliados son la Rusia de Putin,
a la búsqueda de cierto peso frente a Estados Unidos, o los países
islámicos más radicales, deseosos de poder desovar sus
frustraciones antisemitas y antioccidentales. No es la época gloriosa del
bloque del este, ni es la tropa cuantiosa y alegre de los no alineados, pero es
la mayor cantidad de guerra fría que se puede lograr en estos cálidos
tiempos de Fukuyama y postmarxismo.
Naturalmente, los esfuerzos de Fidel y Raúl para proteger la pirámide
revolucionaria constituyen una fatigosa manera de succionarse el pulgar. Nadie
en Cuba cree en eso. Ni siquiera los que acompañaron al comandante en su
viaje de despedida. Ni siquiera los que aplaudieron a Raúl cuando aseguró
que la revolución era una realidad inmodificable. Me lo dijo en Europa un
simpático muchacho, hijo de un general cubano, a quien encontré en
un acto académico: "Mi papá me indicó que no entrara
en el partido comunista, me consiguió una beca en el extranjero y me pidió
que me preparara para el futuro capitalista y democrático''. El papá
pertenece a la más rancia nomenklatura. Sabe que poco después del
funeral comenzará el saqueo de la tumba sagrada. Es el destino de todas
las momias.
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