CUBANET .INDEPENDIENTE

16 de mayo, 2001


A paso de bastón: pasear la bahía

Manuel David Orrio, CPI

LA HABANA, mayo - Diez años atrás era costumbre pasear a los hijos por la rada habanera, a bordo de las tradicionales lanchas de pasajeros que hacen el trayecto marítimo entre la Avenida del Puerto y las localidades de Casa Blanca y Regla. Por entonces, el precio del viaje era de cinco centavos de peso, no había controles de seguridad, organizados en 1994 tras el robo con destino a Miami de un par de embarcaciones y una tragedia como la del remolcador "13 de Marzo".

Aquellos tiempos parecieron felices; a los casi tres años de edad, mi hijo Miguel David superó su temor al mar -ocasionado por quemaduras de medusas- la tarde dominical en que a lomo, bastón y sacrificio, logré hacerle abordar la "lanchita de Regla". Llovía a cántaros, pero no escapó a su mirada la magia de la Bahía de La Habana, pese a sus pestilencias contaminantes. Por aquellos días no hubo domingo en que no pidiera "su" viaje marítimo. Se hizo tan conocido de las tripulaciones, que los patrones acabaron por hacer de la vista gorda; no había cómo hacerle desabordar hasta que no se sintiera satisfecho de ver barcos y muelles, dársenas y remolcadores. Por cinco centavos de 1991, mi hijo obtuvo una decena de "vueltas".

Diez años después la Bahía de La Habana puede ser recorrida, de nuevo, con fines turísticos. Alguien tuvo la buena idea de organizar un servicio de paseos, que opera todos los días de la semana con gran aceptación de público. La Habana profunda vive enamorada de su bahía, por los siglos de los siglos, y amén. La inflación, claro está, hace de las suyas. Lo que antes costó cinco centavos hoy vale diez pesos. Si se desea consumir cervezas o refrescos, pago en dólares. De modo que uno de esos paseos puede importar unos dos "verdes" per cápita, 16 por ciento del salario medio mensual al cierre del 2000, si se quiere recorrer la rada con la actitud contemplativa que distinguiría a un filósofo de bar flotante.

Sin embargo, la magia seduce. La cola de los deseosos no se extingue. Fluye, pero no termina, quizás atraída por la oportunidad de mirar a lo lejos el Castillo de la Fuerza, donde una exposición permanente de ceramistas cubanos parece advertir que las denuncias oficiales del Area de Libre Comercio para las Américas (ALCA) no son más que el interés manifiesto de quienes no quieren el auténtico despliegue del capital humano de Cuba, pez en el agua de acceder al ALCA.

La tarde cae, la noche va extendiendo su manto de luces y sombras. La estatua del Cristo de la Habana bendice a quienes esperan y protege con sus brazos abiertos, incluyentes, a la otra cara del centenar de personas con dinero en los bolsillos, la cual parece beneficiarse de un acuerdo tácito: los policías se hacen los ciegos y sordos ante un verdadero festival de vendedores ambulantes, amenizados por un trío de borrachitos embriagados con infernales brebajes, que cantan y bailan con vocación de bufones portuarios. Un hombre vende marionetas, trajo una veintena, a quince y veinte pesos, y las mercó en menos de una hora. Juguetes baratos, juguetes bellos, para los niños que recorrerán la bahía. Por un instante, recuerdo a mi colega y amigo Ramón Díaz-Marzo, en tiempos juveniles vendedor clandestino de maní en el Malecón de La Habana; ahora, lo venden "a la cara". Unas gordas de San Isidro comercian alegremente todo tipo de golosinas y las inevitables floristas asedian a los enamorados. Discreto, sabiendo que no es lugar para él, pasa un perro del arroyo. Pero se detiene, excitado por la curiosidad, ha llegado una suerte de trencito de paseos, sufre algo así como un asalto de la muchedumbre, que en cada parada de autobuses se lanza al abordaje del mundialmente conocido camello cubano. Como en juego, el paseo informa de la cotidianidad.

Llegó mi turno, otra vez recorreré la rada. Un guardia de seguridad me revisa con un detector de metales, como para hacer saber que en medio de tanta paz puede ocurrir desde un secuestro hasta una tragedia. Cumplido el trámite, la embarcación desatraca, proa hacia un crucero de turistas amarrado a un muelle. La bahía exhibe el contorno de sus ensenadas, y el silencio de las aguas avisa de una contaminación que liquidó a la vida marina. La cerveza, muy fría, deviene espumosa cómplice de un viento que eriza la piel, a la altura del Castillo del Morro. La noche invita a salir mar afuera. Pero existen órdenes, al parecer. El paseo, sólo dentro de la bahía.


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