Rafael Rojas. Publicado el viernes, 11 de mayo de 2001 en
El Nuevo Herald
En abril de 1959, durante un viaje a Estados Unidos después del
triunfo de la revolución, Fidel Castro comprendió que entonces él
no era más que un líder democrático, aclamado por la prensa
norteamericana, y que en pocos años, tras la primera o segunda reelección,
debería abandonar el Palacio Presidencial de La Habana. Definitivamente,
el personaje no le gustó y decidió perpetuarse al frente del
gobierno cubano por cualquier medio y a cualquier precio.
Uno de los mecanismos más rentables para la larga permanencia de
Castro en el poder ha sido la mundialización de su liderazgo. ¿Cómo
lo ha conseguido? Primero, a través de una flexible alianza con la URSS,
que le permitió no sólo sobrevivir militar y económicamente,
sino emprender, por iniciativa propia, aventuras bélicas en América
Latina y Africa. Luego, a través de entendimientos con gobiernos democráticos
europeos y latinoamericanos, para los cuales el apoyo a Cuba ha significado una
compensación política de su dependencia financiera de Estados
Unidos. Y por último, a través del encantamiento de una izquierda
tonta e irresponsable, proclive a la idolatría de cualquier caprichoso
mesías que vaticina la catástrofe si no se cumplen sus designios.
Fidel Castro nunca se ha conformado con ser un estadista nacional, entregado
a la solución de problemas domésticos. Siempre ha aspirado a una
proyección internacional. No porque crea en la profecía marxista
de que el proletariado universal destruirá el orden de las naciones
burguesas, o sólo por su descomunal megalomanía, sino porque sabe
que su poder en Cuba depende, en buena medida, de la admiración
internacional que suscite su régimen. Fan, desde niño, de César,
Alejandro, Napoleón y Mussolini, Castro ha desplegado, por más de
40 años, una política imperial muy parecida, por cierto, a la que él
frenéticamente critica.
¿Cuáles han sido las armas de esa política imperial?
Sobre todo, dos: un gigantesco aparato de seguridad del estado, difuminado
dentro y fuera de Cuba, que acumula y distribuye información muy precisa
sobre posibles aliados o enemigos; y una maquinaria de propaganda que funciona,
a nivel mundial, a través de los medios de comunicación de las
democracias occidentales y, en especial, de Estados Unidos. No hay político
en la historia moderna que supere a Fidel Castro en el arte de aprovechar la
opinión pública del sistema democrático para sostener una
dictadura.
Pero esos ardides mediáticos actúan sobre el terreno fértil
de la mentalidad contemporánea. Tras el derrumbre del comunismo, la
sociedad occidental experimenta un peligroso desasosiego que la hace añorar
viejas y destructivas ideologías, las cuales adoptan los frívolos
rituales del hooligan globalifóbico, como en Seattle y Praga, o bien se
acomodan al estrecho molde de un capitalismo nacionalista de estado, como en
Rusia o China. En su desesperado intento de resucitar la guerra fría y de
volver a vivir, por un instante, su época dorada de revolucionario
mundial, Fidel Castro da un recibimiento de emperador a Jiang Zemin en La Habana
y envía un mensaje de solidaridad a los manifestantes de Québec.
Una de las primeras asignaturas de la posible democracia cubana será
abandonar la política mundial del castrismo y concentrarse en el cultivo
de esa "virtud doméstica'' que tanto recomendaban los sabios
republicanos. Esto no quiere decir que el futuro estado se encierre en sus
confines nacionales, sino todo lo contrario.
Mientras más abierta es una sociedad, más comunicativa se
muestra con sus vecinos y más permeables se vuelven sus fronteras, ya que
no hay un hermano mayor que vigile y oculte la barbarie a la mirada global. Una
democracia que favorezca el pluralismo civil y la diversidad política será
necesariamente más cosmopolita que una dictadura que aspira, en secreto,
a dominar el mundo. Sobre todo, si ese mundo, aunque injusto, es cada vez más
democrático.
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