Galán
de noche
Lázaro Raúl González, CPI
PINAR DEL RIO, mayo - Por su rancia conducta oficialista hasta la noche de
aquel lunes de agosto el compañero Ricardo Sanz Betancourt vivió
disgustado con casi todo, incluso con su nombre y apellidos, que le parecían
aristócratas.
Aparte de los actos del gobierno, que siempre creía justos y
atinados, Sanz Betancourt sólo encontraba satisfacción en la
crianza de su hija. En un mundo que se tornaba caótico a la velocidad de
la luz, él no había confiado a nadie la educación de su
retoño.
Por supuesto, la hija de Sanz Betancourt asistió a la escuela
secundaria en el campo, de vida interna, donde residía en un albergue
colectivo junto a 70 muchachitas y con pase quincenal para ir a casa y ver a la
familia.
Pero Sanz Betancourt siempre estaba atento a cualquier pequeño
detalle que sirviera para aleccionar a su hija. Además, para él la
educación era, ante todo, ejemplo, por lo que le daba a la jovencita los
más rectos y austeros.
Tan seria y responsable resultó la hija de Sanz Betancourt que se ganó
que la trasladaran hacia una escuela de cadetes, en la que ahora cursa el
segundo año.
Joven al fin, la hija de Sanz Betancourt terminó por enamorarse. Ya
tenía 16 años. Cuando el padre lo descubrió, primero se
alegró y luego lo embargó la intranquilidad, pues no estaba
acostumbrado a situaciones nuevas. La idea de ser suegro no le agradaba en nada,
porque temía perder a su hija. No obstante, en algunos momentos lo
reconfortaba la posibilidad de ser abuelo.
Ricardo Sanz Betancourt lo descubrió todo un sábado por la
noche casi al finalizar el curso escolar. La hija había salido de la casa
y no regresaba, por lo que la tardanza levantó sospechas en el padre. El
hombre salió al jardín y vio a su hija besándose con
alguien. Frenó su movimiento y retrocedió lenta y silenciosamente.
Después, en las vacaciones, la escena se repitió noche tras
noche durante dos meses. Sanz Betancourt optó por no contárselo a
nadie, ni siquiera a la madre de la joven, que residía a seis cuadras de
allí. Decidió esperar pacientemente a que la muchacha le
presentara su novio. Ella, por su parte, no parecía tener apuro en hacer
público su amor.
Las visitas eran, invariablemente, en las noches. Sanz Betancourt las
presentía, pues notaba que su hija latía de amor. A veces se
animaba y daba unos pasos en el jardín para, desde la oscuridad, observar
las siluetas de los enamorados. Como es respetuoso en extremo, siempre guardaba
la distancia prudencial.
Una noche, al ser alumbrados por la luz de un auto, Sanz Betancourt pudo ver
un arete en la oreja del novio de su hija. La fugaz visión lo puso a
pensar cómo sería y cómo quería él que fuera
su yerno. Condición muy conveniente -pensó- sería que fuera
revolucionario, pues así sería también trabajador cumplidor
y tendría todas las demás virtudes patrióticas que él
había inculcado a su hija.
Sanz Betancourt se disgustaba continuamente con la imagen del arete, pero
luego se reconfortaba al recordar el pelado de su posible yerno. Aquel día
pudo ver que en la cabeza del joven novio se dibujaba perfectamente el corte del
cabello, llevaba pelo corto. No toleraba a los chicos con el cabello largo. Sanz
Betancourt creía que todos "los peludos" debían ser
ahorcados con alambre de púas.
Aunque repudiaba la idea de que el ser humano había sido creado por
Dios, Sanz Betancourt opinaba que el hombre había sido creado hombre y la
mujer, mujer, por eso se regocijaba al recordar el pelado masculino de su
posible yerno mientras esperaba que se lo presentaran.
Finalmente, Sanz Betancourt no aguantó más y precipitó
el momento. En la noche de aquel lunes de agosto, Ricardo Sanz Betancourt tomó
una linterna -porque habían cortado el servicio de electricidad- y
atravesó el jardín, se detuvo a un par de metros del nudo en que
se habían convertido los enamorados y antes de encender la linterna dijo
a manera de aviso:
- Hija mía...
- Ah, ¿eres tú, papá? -preguntó la hija.
El hombre accionó el aparato y dirigió la luz hacia la pareja.
La hija de Sanz Betancourt le presentó rápidamente a la otra
persona:
- Es mi amiga, su nombre es Mireya.
El padre, sin saber qué hacer, retrocedió.
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